En esta columna lo hemos afirmado con claridad: Donald Trump, así como otros líderes polarizadores, representan más un síntoma que una causa de la crisis que enfrenta Estados Unidos. Estos líderes ofrecen una ‘píldora mágica’ que promete soluciones simples a problemas complejos, apelando al simplismo, extremismo y populismo en busca de una restauración utópica de grandeza. Sin embargo, esta crisis de identidad y propósito no se debe a un solo hombre ni a una elección en particular, sino a una serie de desafíos y errores estratégicos acumulados a lo largo de las décadas, que exigen más reflexión y menos genuflexión.
Tres episodios históricos clave han intensificado esta crisis. Primero, la victoria en la Guerra Fría fomentó lo que podría llamarse el «síndrome de Goliat»: una confianza ciega en la fuerza militar y económica que impidió a EE. UU. mirar más allá de su poder. En lugar de construir alianzas sólidas, optaron por aislar a Rusia, exacerbando la desconfianza internacional y sentando las bases de la competencia geopolítica actual. Como señala el historiador militar Andrew Bacevich, este «excepcionalismo militar» ha conducido a una peligrosa creencia de invulnerabilidad, desatendiendo las verdaderas necesidades internas del país.
Segundo, el Consenso de Washington, que generó prosperidad y riqueza, pero también profundas brechas sociales. Aunque varios sectores florecieron, otros quedaron rezagados, debilitando la fe en la movilidad social y alimentando resentimientos. John Rawls advertía que «la prosperidad sin justicia social es un llamado al resentimiento». Esta desigualdad ha roto el tejido social, mientras figuras populistas capitalizan en la frustración popular.
Tercero, la respuesta al 11 de septiembre de 2001. La invasión de Irak, justificada por las inexistentes «armas de destrucción masiva», erosionó la credibilidad y la buena voluntad hacia EE. UU. Al priorizar intereses militares y económicos sobre una reconstrucción moral y diplomática, la intervención encendió el polvorín del Medio Oriente, afectando su imagen y estabilidad interna. «La injusticia en cualquier lugar es una amenaza para la justicia en todas partes», decía Martin Luther King Jr., y esta intervención trajo esa amenaza al propio suelo estadounidense. Joseph Nye argumenta que esta estrategia debilitó el «poder blando» de EE. UU, afectando su capacidad de atraer e influir mediante la diplomacia.
El Síntoma: La figura de Donald Trump como catalizador del malestar
La aparición de Trump en la escena política fue el punto de inflexión donde el descontento y la polarización encontraron una voz directa y disruptiva. En muchos sentidos, Trump se colocó en el momento y lugar perfectos para capitalizar los miedos y frustraciones acumulados en EE. UU., transformándolos en un movimiento centrado en él. Su atracción mediática y ambición individualistas le permitieron adoptar el papel de «salvador» para quienes se sienten ignorados o marginados por el sistema. Sin embargo, la paradoja de esta figura radica en que, en su ambición de concentrar poder y proyectarse como el «elegido,» Trump también podría ser quien acelere la crisis. Su estilo narcisista y polarizador presenta un peligro no solo para sus opositores, sino para el propio tejido social y democrático del país.
Es posible que el «antídoto» contra esta figura no venga de la oposición política, sino de las propias contradicciones y excesos de Trump. Como otros líderes con tendencias autoritarias, su presencia es sintomática de un malestar que podría encontrar cierto equilibrio solo cuando él mismo pierda su capacidad de influencia. Hasta entonces, su figura sigue siendo un recordatorio de la vulnerabilidad de EE. UU. ante liderazgos que explotan el resentimiento social para consolidarse, aún a riesgo de dañar el país desde dentro.
Profundizando en las Consecuencias Actuales
El ambiente postelectoral reflejará una vez más las profundas divisiones que persisten en el país. La creciente violencia política, el auge de movimientos ultra nacionalistas y extremistas, y la pérdida de confianza en los procesos electorales y en el sistema judicial son señales tangibles de una nación en conflicto interno. Un ejemplo claro de esta desconfianza fue el ataque al Capitolio el 6 de enero de 2021, donde manifestantes, incitados por teorías de fraude electoral, irrumpieron en uno de los símbolos más importantes de la democracia estadounidense. Este evento no solo reflejó la profunda polarización, sino también el cuestionamiento de la legitimidad de los procesos electorales, mostrando la fragilidad de la cohesión institucional en el país. Esta realidad cotidiana intensificará la polarización, complicando aún más la capacidad de la sociedad para encontrar soluciones comunes.
Además, el conflicto migratorio se ha convertido en otro foco de tensión que desafía la cohesión y la identidad de EE. UU. Este debate, cargado de polarización, no solo divide a la opinión pública, sino que también impacta la percepción de seguridad y la visión de lo que significa ser estadounidense. La inmigración, históricamente una fuente de diversidad y fortaleza, ahora genera divisiones internas que reflejan una crisis de identidad nacional.
La crisis también afecta el rol de EE. UU. en el escenario global. La falta de cohesión interna y la percepción de inestabilidad han debilitado su influencia en asuntos internacionales, especialmente frente a potencias emergentes como China. La salida de Afganistán en 2021, seguida de una toma de poder rápida por parte de los talibanes, generó una percepción de debilidad y falta de coherencia en la política exterior estadounidense. Este evento reflejó la erosión del liderazgo y la dificultad de EE. UU. para actuar de manera efectiva en un contexto global cambiante. Esta erosión de liderazgo complica los esfuerzos diplomáticos y reduce la capacidad de EE. UU. para actuar de manera decisiva en un mundo multipolar.
A nivel económico, aunque los mercados han mostrado alzas en los últimos tiempos, persisten la incertidumbre laboral y la preocupación sobre el avance de la automatización, generando inquietud en diversos sectores. En particular, el desplazamiento de empleos en algunas industrias profundiza el descontento social y da lugar a discursos populistas que capitalizan estas frustraciones, exacerbando la división en lugar de ofrecer soluciones duraderas. Además, el aumento de los crímenes de odio, especialmente contra minorías raciales y religiosas, refleja una sociedad donde el resentimiento y el descontento económico persisten, factores agravados por los efectos de la pandemia y la inflación. Estos incidentes son evidencia de una falta de cohesión social y un clima de hostilidad que aprovechan los discursos populistas.
La educación tiene un papel fundamental en la formación de un propósito común, y su deterioro ha contribuido a esta crisis. La falta de una educación cívica sólida ha intensificado la polarización, produciendo generaciones sin un sentido claro de ciudadanía compartida. Las decisiones políticas recientes, como el fallo de la Corte Suprema sobre el derecho al aborto en 2022, generaron una reacción en cadena de protestas y divisiones, reflejando una crisis de valores compartidos. Este conflicto muestra cómo los valores fundamentales de EE. UU. están en tensión, impactando la cohesión social y la imagen de EE. UU. a nivel internacional.
La historia estadounidense ha superado crisis de identidad en el pasado, desde la Gran Depresión hasta el periodo post-Vietnam. Esta elección, sin importar el resultado, constituye un momento crítico para que el país reflexione sobre la necesidad de un consenso nacional basado en justicia social y cohesión. Aprender de estos momentos permite comprender que, aunque el camino sea complejo, la reconstrucción de un propósito nacional es viable si se adoptan medidas profundas, comprometidas y urgentes.
El ambiente postelectoral reflejará una vez más las profundas divisiones que persisten en el país. La creciente violencia política, el auge de movimientos ultra nacionalistas y extremistas, y la pérdida de confianza…