Con la publicidad estatal he sido obsesivo. Esta es mi tercera opinión sobre el tema y aún me sobra encono para más. Mientras nos den motivos lo seguiré haciendo, convencido de que ciertos ministerios la explotan para construir imágenes asociadas a proyectos políticos. En otros trabajos hice referencias genéricas; en este aludiré a nombres.
Se trata del mismo patrón que en su momento le fue reprochado a funcionarios del PLD por algunos de los que hoy ocupan sus posiciones. Pensábamos que en este Gobierno la proyección mediática de los llamados “superministros” iba a ser controlada, pero, al parecer, se trata de un comportamiento culturalmente normalizado.
Esta torcida práctica supone que los ministerios de mayor presupuesto negocian a discreción grandes cuentas publicitarias con medios de influencia política que, a través de una comunicación “dúctil”, refuerzan la publicidad contratada con elogios a sus titulares como forma de compensar la colocación institucional.
A esos funcionarios no se les critica negativamente y se le dispensan hasta sus malas ejecutorias, por eso no es casual que casi siempre terminen como precandidatos presidenciales con una carrera de imagen abonada en la publicidad oficial. Recordemos a los “superministros” de Obras Públicas Miguel Vargas Maldonado y Gonzalo Castillo. Eran adorados en muchos espacios y medios de opinión.
Por más sutilezas empeñadas, se trata de una disimulada forma de aprovechar las oportunidades del Estado para promover tempranamente perfiles presidenciables. En este Gobierno no se han percibido las diferencias y la publicidad centrada en logros ha sido el relato dominante, ese que han impuesto ministerios dirigidos por funcionarios a quienes se les reconocen aspiraciones presidenciales. Son los casos de David Collado, Deligne Alberto Ascención Burgos y Eduardo Sanz Lovatón. El carácter institucional de la publicidad de sus ministerios es eufemístico; son realmente campañas de imagen y gestión personales.
No sé si estos funcionarios ignoran que su jefe, Luis Abinader, promulgó el Decreto 1-24, que regula la publicidad oficial y prohíbe expresamente “incluir la voz, imagen o cualquier otra referencia personal que individualice o distinga a funcionarios públicos”, así como “usar publicidad que tenga como objeto o efecto destacar los logros de gestión o los objetivos alcanzados”. Insólitamente, la publicidad de estos ministerios y direcciones es la negación de esa premisa, orientada a promover realizaciones, obras y resultados; no conforme con esto, en ella aparecen las imágenes audiovisuales de sus titulares o la mención de sus nombres.
He examinado reflexivamente los spots de David Collado; es una crónica de logros sobre la recuperación del turismo, la cantidad de visitantes, además de sus obras o proyectos, y, obvio, su imagen personal en inauguraciones y ferias. Lo de Deligne Ascención Burgos no tiene parangones: en los audios su nombre es marca y su imagen se asocia a las obras públicas en cuyas inauguraciones él, junto al presidente, es figura central. En algunos anuncios de la Dirección General de Aduanas el talento principal es el propio Sanz Lovatón, quien los protagoniza. En uno de ellos el funcionario explica qué es un hub logístico.
Ya habíamos indicado en entregas anteriores que uno de los objetivos tutelados por la legislación en la materia es evitar que la publicidad estatal se convierta en un instrumento propagandístico. Y es que el fin estratégico de la publicidad del Estado no es mercadológico; es informativo/educativo, por eso se orienta a difundir valores constitucionales, a informar a los ciudadanos de sus derechos o condiciones de acceso y uso de los servicios públicos, así como anuncios de interés social como campañas sanitarias, de emergencia, seguridad o educativas, entre otras.
No sé si alguno de los ministros concernidos está consciente de que uno de los puntos más vulnerables en la imagen del Gobierno ha sido precisamente el excesivo gasto en publicidad, en un momento en que el déficit presupuestario del Estado hace inaplazable el incremento de los ingresos, situación que justificó la rechazada propuesta de reforma fiscal. En ese contexto tan crispado, una campaña publicitaria basada en la buena gestión de un ministro crea un efecto inverso, de repulsión y no de empatía, pero parece que la avidez por la notoriedad les sustrae a estos funcionarios sentido común para tales comprensiones. La idea parece, entonces, sonar; y, mientras el Estado pague, ¿por qué no? Bueno que es así… ¿No?