El dictamen de George Orwell en el sentido de que “Quien controla el presente, controla el pasado”, deviene una realidad incontrastable cuando examinamos el caso de regímenes autoritarios y dictatoriales. Bajo la égida de esos sistemas cerrados es que las clases o élites dominantes diseñan esquemas de adoctrinamiento y alienación ideológicos a fin de justificar y prolongar sus gobiernos de fuerza.
Tal fue el caso del pueblo dominicano durante los tres decenios en los que estuvo sometido al férreo régimen dictatorial de Rafael L. Trujillo, pues a lo largo de esa llamada “Era” la ideología dominante logró inocular en la subconsciencia colectiva cierta percepción en el sentido de que, a partir de 1930, la sociedad dominicana de manera sostenida experimentó notables avances económicos y sociales, razón por la cual nada tenía que envidiarle a países más desarrollados y democráticos de América Latina.
Se fomentó así una suerte de “bovarismo colectivo”, al tiempo que, en el sistema educativo, a través de ciertos textos escolares y en particular de la llamada Cartilla Cívica (1951), se configuró una narrativa según la cual los dominicanos constituían un pueblo que había estado sumido en el atraso social, y que gracias a las directrices del “genial estadista” que era el dictador había sido posible cumplir con la tarea histórica de superar ese estadio de barbarie y construir una nueva nacionalidad, una nueva patria.
Si se había construido un nuevo país bajo el manto protector del tirano, lógico era inferir que entonces había que rendirle culto y pleitesía al nuevo padre de esa nacionalidad. Poco importó que, desde finales del siglo XIX, los dominicanos reverentemente dispensaban el trato de Padres de la Patria a Duarte, Sánchez y Mella, a despecho de las encendidas polémicas que suscitaron las pasiones políticas de algunos grupos que propusieron otras personalidades como merecedoras de tan alta distinción. Fue entonces cuando a los ideólogos y apologistas del dictador Trujillo se les ocurrió declararlo nada más y nada menos que ¡Padre de la Patria Nueva!
A la par con esa práctica ditirámbica para endiosar al dictador, en el plano ideológico y cultural por un lado se propagó la tesis de que la independencia nacional había sido obra de hombres fuertes y corajudos, como el general Pedro Santana, y, por el otro, de figuras idealistas y románticos de la talla de Juan Pablo Duarte.
En forma sutil, de lo que se trataba era de justificar el uso político de la fuerza como factor de dominación, tal como la empleó el déspota Santana para contener las invasiones militares de los haitianos, y al mismo tiempo para perseguir, apresar y deportar a los trinitarios fundadores de la República.
Así, para algunos exponentes de la intelligentsia trujillista, el binomio Duarte-Santana devino en anverso y reverso de una moneda que, en una cara representaba el ideal de la libertad encarnado en Duarte y, en la otra, el despotismo de Santana, al tiempo que defendían el argumento de que ambas caras eran necesarias para la supervivencia de la nación dominicana. Pero no solo las dictaduras incurren en el uso público de la historia, sino que el fenómeno también se manifiesta en las democracias. Ampliaremos el tema…