La discusión pública sobre la reforma constitucional, redimensionada tras la presentación pública de la propuesta, el día cinco de agosto pasado, está lejos de concluir con su aprobación y próxima proclamación por la Asamblea Revisora. Solo cambiará el objeto del debate que, en lo adelante, girará alrededor de la cuestión de si tiene sustento en el derecho dominicano una acción que persiga la declaratoria de inconstitucionalidad de la Constitución. Ya el TC empezó a ser apoderado de instancias impugnando la reforma aún inconclusa.
Quienes responden afirmativamente a esa cuestión alegan la existencia de principios superiores a los que las disposiciones de la propia constitución debe estar subordinada. Apelan, además a los límites materiales impuestos a la potestad de reforma de la Asamblea Nacional, asumiendo que hay materias sobre las que le está vedado legislar. En el debate reciente, se alegó también que los vicios de procedimiento (siempre presuntos) pueden ser causales de impugnación de la Constitución reformada. Cuando esos principios, o esos límites (materiales o procedimentales), son inobservados, entonces un tribunal puede declarar la nulidad de las disposiciones que incurran en tal inobservancia.
En relación a los presuntos principios superiores conviene indicar que desde el punto de vista del derecho realmente existente, estos son solo los que se encuentran consagrados en la Constitución. La consideración de que existen principios fuera del orden normativo que ciertos sectores sociales, operadores políticos o judiciales, consideran moral o políticamente superiores a los contenidos en la Constitución es, y será siempre, un buen motivo para impulsar iniciativas tendentes a incorporarlos al texto constitucional. Pero esto debe producirse por vía del procedimiento de reforma que prevé la Constitución. De lo contrario carecen, en absoluto, de la fuerza normativa que se le reconoce a sus disposiciones.
El juicio que alguien pueda tener sobre la superioridad de una determinada visión del derecho, o respecto de la mejor manera de regular distintos ámbitos de la vida pública, o sobre la impertinencia de una determinada disposición constitucional es eso: un juicio valorativo, la manifestación de un desacuerdo con el derecho vigente. Pero no es derecho.
Como elementos para alimentar el debate público, esas visiones juegan un papel de primer orden en el continuo proceso de producción y renovación dialógica del derecho. Pero no sirven para fundamentar una valoración técnica sobre la inconstitucionalidad de disposiciones constitucionales votadas conforme los procedimientos previstos en el ordenamiento jurídico realmente existente. Pretender suplantar, mediante un juicio de constitucionalidad, el contenido material de la constitución por ideas o supuestos ajenos a ella, por muy superiores, o justos, que los mismos puedan parecer a un sector de la sociedad, equivale a la pretensión de suplantar, mediante la sentencia de un tribunal, la autoridad de la Asamblea Nacional, actuando en atribuciones de Asamblea Revisora de la Constitución. Y eso no está permitido en nuestro derecho.
En otro orden, es importante considerar que los jueces constitucionales tienen límites importantes en el ejercicio de su competencia para controlar la supremacía de la constitución: son las normas infra-constitucionales las que son pasibles de ese control. Y la razón de ser de ello radica en que, con el sometimiento del ordenamiento jurídico infra-constitucional a la Constitución lo que se pretende es garantizar la superioridad de la norma proveniente de la autoridad con mayor nivel de representación popular en un sistema político como el nuestro: la Asamblea Nacional. Es por lo anterior que el Congreso Nacional no puede, salvo el riesgo de nulidad que ello entraña, votar leyes contrarias al contenido material de la constitución. Siendo esto así, mal podría reconocerse facultad a un juez o a un tribunal para declarar contraria a la Constitución una de sus propias disposiciones, pues ello equivaldría a un acto material de reforma del ordenamiento, para el cual no tiene facultad.
El artículo 267 constitucional dispone que “La reforma de la constitución sólo podrá hacerse en la forma que indica ella misma y no podrá jamás ser suspendida ni anulada por ningún poder ni autoridad, ni tampoco por aclamaciones populares”
Una prohibición tan categórica no deja lugar a dudas: una vez proclamada, ningún órgano del poder ni autoridad pública puede anular la Constitución, o los textos en ella reformados. Así lo ha dicho reiteradamente nuestra Suprema Corte de Justicia: “Considerando, que la Constitución de la República, una vez proclamada por la Asamblea Nacional, momento a partir del cual entra en vigencia, no puede ser declarada inconstitucional (…) ” (sentencia de la Suprema Corte de Justicia que decidió la acción de inconstitucionalidad contra la ley número 70-09, que declaró la necesidad de la reforma constitucional que fuera proclamada el 26 de enero de 2010).
El anterior no es un criterio aislado. En agosto del año 2002 había dicho la SCJ lo siguiente: “Considerando, que aun en la hipótesis de que la Ley No. 73.02 del 2 de julio de 2002 adoleciera de algún vicio y pudiera por ello ser declarada nula, la Constitución de la República, votada y proclamada por la Asamblea Nacional, constituida en Asamblea Revisora de la Constitución, el 25 de julio de 2002, no sería susceptible ya de ser anulada por la Suprema Corte de Justicia, tomando como fundamento la alegada irregularidad del procedimiento de reforma llevado a cabo en la fase concerniente a la ley de convocatoria, ya que, admitir esa posibilidad equivaldría, primero, a subordinar la Constitución a los poderes que de ella dimanan y regula, con el consiguiente abatimiento del principio de la supremacía de la constitución, sostenido y defendido por esta Suprema Corte de justicia en su rol de tribunal constitucional, y segundo, desconocer las disposiciones del artículo 120 de la Constitución, que consagra una prohibición radical y absoluta en el sentido de que la reforma de la Constitución sólo podrá hacerse en la forma que ella misma indica, y no podrá jamás ser suspendida ni anulada por ningún poder ni autoridad ni tampoco por aclamaciones populares (Sentencia de la Corte Suprema de Justicia en fecha 7 de agosto de 2002, publicada en el Boletín Judicial No. 1101 de agosto de 2002).
Proyectado a nuestro presente, lo que esto significa es que el TC no puede declarar la nulidad de una disposición emanada del órgano al que él mismo debe su existencia. Ello con independencia de que exista o no la disposición del artículo 267 que se lo prohíbe. Es por eso que en 2018, esa alta corte calificó esa eventualidad como un golpe a la Constitución: “De la lectura del artículo 267 resulta la imposibilidad de que cualquier órgano distinto a la Asamblea Nacional Revisora modifique la Constitución, pues permitir que el Tribunal Constitucional o cualquier órgano del Estado modifique o anule alguna disposición de la Constitución sería usurpar el Poder Constituyente, atentar contra el orden constitucional y democrático perpetrándose un golpe a la Constitución”.
Con base en ese criterio, el TC declaró inadmisible el recurso entonces interpuesto contra el transitorio vigésimo de la Constitución reformada en 2015, “en razón de la imposibilidad de declarar inconstitucional la propia Constitución” (sentencia TC/0352/18).
Teniendo en cuenta los argumentos esbozados, y los precedentes constitucionales referidos, la respuesta a la pregunta que da título a este artículo parece ser un rotundo no.
El artículo 267 constitucional dispone que “La reforma de la constitución sólo podrá hacerse en la forma que indica ella misma y no podrá jamás ser suspendida ni anulada por ningún poder ni autoridad, ni tampoco por aclamaciones populares”.