Hay que tomarle la palabra al ministro Sigmund Freund y comenzar a desatar el nudo en la garganta que provocó la posibilidad de que el Ministerio de la Mujer fuera fundido en un llamado, y retrógrado, Ministerio de la Familia, sueño húmedo de quienes temen a los derechos de la mujer como el diablo a la cruz.
No hubo candidez en filtrar la inminencia de la fusión. El frotamiento de manos derechista incitó una oleada de comentarios favorables, sobre todo en las redes y algunos medios, liderada por los obsesionados con la «agenda 20-30», de cuyo contenido y propósitos suelen ser ignorantes.
Para mí, sin embargo, el alivio es transitorio. No me fío a largo plazo. El uso del dubitativo «quizá» al achacar a la estrechez presupuestaria la supuesta falta de cumplimiento del cometido ministerial, demuestra hasta dónde es escasa la comprensión de un problema social de tanta envergadura y daños colaterales como la violencia de género, que es sistémica, no fruto de individualidades patológicas; que es específica de una relación de poder de la que el Estado -y digo Estado– actúa como reproductor.
Que los reformadores estatales hagan concesiones basadas en el costo-beneficio no procura certezas, abre un paréntesis. Es ahí donde radica el peligro de la vuelta atrás, de la reconsideración de la utilidad del gasto fuera de todo abordaje político y social de la problemática.
La derecha, que tanta cancha tiene en nuestro sistema político y de partidos, ha insistido tiempo ha en desaparecer el Ministerio de la Mujer con el paleoargumento de que la violencia no tiene marca de género. La familia (no dicen cuál, como si existiera en abstracto) es la piedra de toque de su ambición de sanear la, para ellos, cloaca feminista que contamina nuestros cristianos valores. Y, al parecer, estuvieron a punto de conseguirlo, lo que es mala señal.
En enero-julio de este año, según datos de la Procuraduría General, se recibieron 35,342 denuncias de violencia física, verbal, psicológica y patrimonial; y 4,376 denuncias de agresión sexual, violación, acoso, sustracción de menores, incesto y exhibicionismo. Desglosar esta última cifra pone los pelos de punta. Y no hablemos de los feminicidios. En la insuperable mayoría de casos, las víctimas son mujeres, niñas y adolescentes, sometidas a la barbarie de la violencia machista casi siempre en el ámbito doméstico.
Mientras, el Ministerio de Educación, fundamental en el cambio de modelos culturales, sigue plantado en su rechazo a incluir en el currículo una educación sexual diferente a la biologicista, impasible ante el hecho de que la sexualidad es no solo natural, sino que su vivencia es producto de la socialización humana, y que es diversa y compleja y rebelada contra los dogmas religiosos.
No olvidemos que, de espaldas a la Constitución y la END, el ministro Hernández anuló la ordenanza sobre transversalidad de la igualdad de género sin ruborizarse cuando ofreció como razón que hacía «ruido» en la relación con las Iglesias.