En el paso por la vida hay tránsitos de distintas velocidades. Probablemente las vías más despejadas sean las de los primeros treinta años. Un tramo en el que ni siquiera nos interesa el plan de ruta. Nos basta con el recorrido sin reparar en el destino. Y es que nos sentimos tan fuertes como eternos. Prestos para retar distancias, abordar curvas e inventar atajos. La idea, más que llegar, es correr.
La primera juventud tiene, como el planeta, dos movimientos: uno de rotación, rápido hasta el vértigo; otro de traslación, pesado hasta el hastío. El peligro reside en la contracción de esa dinámica, intensamente lenta o lentamente intensa. Demasiado tiempo para un recorrido tan vertiginoso. En ese péndulo se enredan planes, se pierden coordenadas, se diluyen propósitos.
Durante esa etapa, la vida tiende a conjugarse en un solo verbo: ¡sentir! Es una búsqueda compulsiva de sensaciones de todo cuño: lúdicas, extáticas, morbosas, extremas… Un tránsito hormonal “acelerado” más por los resortes emocionales que por la guía de los propósitos.
Hoy esa generación delira. Vive la explosión sensorial de los tiempos. Las fuerzas del mercado se avalanchan sobre esa “necesidad” fabricada por el propio sistema. El mundo es una sola provocación a “sentir”, a excitar los sentidos y a vibrar con la erupción de cortisol y adrenalina. Todo se ordena para el hedonismo: la tecnología, la música, el arte, el consumo y el sexo. Una cultura de lo leve, rápido, pedestre y sensual. Sin arraigo ni firmeza; articulada en el individualismo como religión del siglo. En ella, las emociones, desnudas, corren sueltas, con su “derecho a sentir” en nombre de la libertad individual como pancarta del progresismo liberado.
Con la llegada de la juventud madura, entonces la etapa de exploraciones sensoriales da paso a otro verbo: ¡hacer! Es el despunte de la vida productiva, en la que la construcción y la acumulación materiales se hacen obsesivas, sobre todo en un mundo que solo visibiliza al exitoso. Los logros alucinan y el talento sin ese aval poco importa, no convoca. Acreditarse con los bienes y el triunfo es el techo de toda aspiración contemporánea; salir de la masa anónima es la forma más meritoria de trascender, de arrancar delirios y aplausos. La notoriedad suplanta la ilustración de épocas pasadas. Se vive una neurosis social por el protagonismo no importa en qué. El show se “viraliza”; los ídolos se fabrican, los gustos se inducen, los estilos se venden y la moda impone su culto. Todo es envase, marca y utilidad desechable.
Cuando llegamos a la madurez plena, entonces nos confrontamos con otro verbo de quimérica conjugación: ¡ser! Madurar tiene que ver con equilibrio; con percibir la perspectiva proporcionada de la existencia; con acatar la vida en su libre e ineludible discurrir. Quien madura no precisa de juicios ajenos para validarse ni imágenes prestadas para ganar aceptación. Se basta a sí y a su propio valor. El escritor estadounidense Frank Yerby entendía que se alcanza el día en que no necesitamos mentir sobre nada.
Ser, como verbo esencial de la existencia, supone la madurez para aceptarnos y abandonar la resistencia a mostrarnos sin temores ni culpas; a asumir los riesgos de nuestras elecciones; a vivir la coherencia entre lo real y aparente y a no tener mayor estima de lo que realmente importamos.
Ser es aceptar la verdad de lo que somos; achicar la brecha que nos distancia de nosotros mismos. Es rescatar el valor de las pequeñas vivencias, vivir el sentido del desapego, perder asombro por lo humano, aprender de las caídas, tolerar las diferencias, convivir en armonía con nuestras imperfecciones. Cuando somos, regresamos a nuestro verdadero peso y tamaño: los bienes se valoran como medios; el éxito, como memoria de nuestros esfuerzos y la gente como oportunidad para invertir.
El que interpreta y asume la vida desde esa perspectiva es el auténtico triunfador, discierne lo esencial de lo accidental, y toma la existencia como un proyecto de conciliación interior, no un pasaje ciego, fortuito ni temporal hacia la nada. En ese tránsito se pierde carga, se descubren rutas y se le da valor a lo que lo tiene. En ese pletórico momento le ganamos a la vida…