Leonardo Padura es zurdo, filólogo, miembro de número de la Academia de la Lengua, experiodista, escritor y sabe muchísimo de béisbol.
Necesita las opiniones de Lucía, su mujer, sobre las novelas que escribe y no se va a ir de Cuba. Cuando le preguntan por qué, hace suya la razón de la poeta Dulce María Loynaz: “porque yo llegué primero”.
El autor de «El hombre que amaba a los perros» y padre del detective Mario Conde, pasó fugazmente por Santo Domingo para impartir un taller sobre escritura de guiones en el marco de Transcultura, un proyecto financiado por la Unión Europea y manejado por la UNESCO. Siempre generoso con los periodistas, encontró un hueco para esta conversación.
—Usted es un hombre con dos pasaportes, ¿pero siente dos patrias?
En 2010, cuando me concedieron la ciudadanía española por un procedimiento honorífico que se llama Carta de Naturaleza, me sentí feliz, súper honrado.
Porque aunque tengo este apellido, Padura, no tengo ni abuelo ni bisabuelo español, que es la vía por la que la mayoría de la gente que no nació en España accede a esa nacionalidad.
Soy cubano de muchas generaciones. Tengo doble ciudadanía, que es un concepto jurídico, pero tengo una sola nacionalidad. Porque no voy a dejar de ser otra cosa que un cubano que, además, escribe.
—Y que además escribe, sobre todo, de Cuba…
Pertenezco a una cultura, pertenezco a la forma en la que pensamos, hablamos, sentimos, de acuerdo a toda una serie de condiciones históricas que se fueron conformando a lo largo de mucho tiempo y de los cuales yo soy resultado. Pero eso no quiere decir que no me sienta muy cercano a España.
Y lo dije en el discurso del premio Princesa de Asturias, que yo le debía mucho a España, el honor de ese pasaporte, mi editorial Tusquets, en la que he publicado ya 18 títulos, y le debía sobre todo algo que es muy importante para alguien que trabaja con las palabras: esta lengua que estamos hablando hoy.
—El español es un tesoro.
Es una lengua maravillosa, riquísima, que además nosotros, del lado de acá del Atlántico, hemos enriquecido más aún.
—¿En sus novelas se habla español o cubano?
Soy filólogo. En el área nuestra existe una norma lingüística caribeña, existe una norma puertorriqueña, dominicana, cubana, pero en la propia Cuba existe una norma del oriente de Cuba y una norma del occidente.
Aquí sé que existe una norma de la capital y existe una norma en el Cibao, por ejemplo, que incluso cambian letras en determinadas palabras.
Y todo eso son representaciones culturales muy importantes, porque creo que nos distinguen y que a la vez nos dan ese carácter singular de cada uno en esa gran generalidad que es el mundo hispanoamericano.
Una de detectives
—¿Por qué los autores de novela negra prefieren detectives con vidas complicadas? Son solitarios, bebedores… Aparte de Maigret, claro.
O de Poirot, que es todo lo contrario a eso. Últimamente tenemos al inspector Kostas Jaritos, del griego Petros Markaris. Jaritos está casado, tiene una hija, la esposa le prepara tomates rellenos y él siempre come en su casa; es un tipo muy apacible.
Pero… la gran tradición de la novela negra creó este tipo de personaje que es como una especie de representación moderna -y en una escala muy especial- de ese personaje que va por el mundo desfaciendo entuertos. Y cuando te digo que va desfaciendo entuertos, ya sabes a quién me estoy refiriendo.
—¿Pero faltaba un detective caribeño?
Cuando empiezo a escribir estas novelas sobre Mario Conde, me alimento de toda esa tradición. Yo estaba tratando de escribir un tipo de novela que fuera muy cubana, que reflejara realidades cubanas, pero que no se pareciera a la novela policial cubana.
—¿Ya existía una novela policial cubana?
Existía. En los años 70 y 80 se publicaron en Cuba 50 o 60 títulos de novelas policiales. Se creó ese tipo de literatura como una literatura de reafirmación política. Cuando te diga el nombre vas a entender cuál era el carácter de esa literatura. Se le llamaba Novela Policial Revolucionaria.
—No podía ser de otra manera…
Esos policías eran como una representación del reglamento policial. Eran perfectos. Tenían conflictos como… “¿cuándo voy a dejar de fumar?”. Ese era el tipo de conflicto que podía tener ese personaje.
Yo quería escribir de un personaje que no se pareciera a eso y que fuera verosímil. Y para ser verosímil tenía que ser muy cubano.
No tenía que ser un modelo de oficial de investigación policial, pero sí tenía que tener una serie de características que lo comunicaran con las personas. Por eso Mario Conde tiene tantos defectos.
—Pero también tiene grandes virtudes.
En la última novela («Personas decentes») eso queda refrendado. Es una persona decente. Tenía que ser una persona decente porque él va a juzgar a los indecentes. Tiene que ser un tipo con unas virtudes muy especiales, con ese sentido de la amistad, de la fidelidad.
Conde tiene esos defectos y esas virtudes que lo humanizan, que lo hacen muy cercano a una persona real. Si a Conde tú lo colocas realmente a trabajar en un cuerpo policial, dura 15 minutos y lo botan. Porque es un desastre, totalmente indisciplinado.
Pero sin embargo funciona en la literatura, que es donde tiene que funcionar un personaje literario. No en la realidad, sino en la literatura.
—En sus novelas, no solo en las de Mario Conde, ese sentido de la amistad al que alude está muy presente.
El tema de la amistad es consustancial a toda mi literatura porque toda mi literatura tiene un carácter generacional. Y esa manera de expresar la generación tiene mucho que ver con este sentido de la amistad.
—¿Cómo elige sus títulos?
El título es como el nombre de la criatura. Es lo que tú le presentas primero al lector. Hay novelas que llegan con el título, en otras es un largo proceso.
Por ejemplo, «Como polvo en el viento» se llamó, hasta tres meses antes de editarse, «El clan disperso» porque es el título de una novela que comenzó Alejo Carpentier en los años 20 y que nunca escribió, apenas siete u ocho páginas.
Y él dijo que estaba escribiendo esa novela sobre un grupo de escritores de los años 20 en Cuba. Y yo dije… “me voy a apropiar del título de Carpentier”. Pero la Fundación Carpentier estaba preparando la publicación de unos estudios sobre ese proyecto inconcluso y me pidieron que desistiera de utilizarlo.
—¿Y cómo pasó a ser «Polvo en el viento«?
Yo había entregado ya la novela a mis editores y no tenía título. Estaba en México con unos amigos y pasamos por un lugar donde estaban poniendo la canción de Kansas, «Dust in the wind».
Y me dice un amigo, el escritor Francisco López Sacha: “Oye el título de tu canción. Polvo en el viento. Somos polvo en el viento”.
En el caso de «La novela de mi vida» salió con ese título porque partió de una frase de Heredia en una carta a su tío. Cuando sale al exilio, José María Heredia le escribe: “¿Cuándo acabará la novela de mi vida? Para que empiece su realidad”.
—¿Siente que Carpentier o Lezama Lima están un poco olvidados?
Yo creo que ha habido un problema entre el mercado y la continuidad. De los autores del boom latinoamericano, los que se siguen leyendo de una manera masiva son Vargas Llosa, García Márquez, Cortázar y algunos más.
Pero hay otros autores que hoy se leen mucho menos, Juan Rulfo por ejemplo. A Miguel Ángel Asturias no lo lee nadie. A Onetti no lo lee nadie.
—¿Se olvida a los que fueron los precursores?
En el caso de Lezama es un poco explicable, porque «Paradiso» es un gran poema en prosa. Y es una novela que uno necesariamente lee con calma, treinta páginas y la deja.
Después de tres meses vuelves a leer otras treinta páginas y disfrutas esa prosa de Lezama. Pero la anécdota no es interesante. El caso de Carpentier es muy significativo porque es un escritor con muy buenos argumentos.
El de «Los pasos perdidos» es muy bueno, el de «El siglo de las luces» es muy bueno. Pero tal vez a Carpentier lo han condenado un poco por su posición política final; se comprometió mucho con el proceso revolucionario cubano. Y por eso tal vez lo hayan castigado un poco.
Y siempre… Cuba
—Por un lado o por otro… ser cubano parece un oficio muy difícil.
Ser cubano es un oficio dificilísimo porque siempre estamos como en una cuerda flotante. Y uno tiene que tomar muchas decisiones y tener opiniones de muchas cosas.
A otros escritores no les preguntan sobre esas cuestiones. Yo le dije un día a Javier Cercas, antes del proceso catalán, “qué bien que no tienes que escribir con determinadas presiones”. Me lo encontré cuatro años después, cuando empezó todo lo de Cataluña, y me dice “Leonardo, ahora me tocó a mí”.
—¿El intelectual, el artista, debe manifestarse políticamente?
Es así. Si uno es un ciudadano con una proyección pública, pues tiene que asumir ese carácter. Yo he tratado de no contaminar mis novelas con declaraciones políticas.
En mis novelas hay apreciaciones políticas, circunstancias políticas. Pero he tratado de que no haya declaraciones políticas porque pienso que la política de alguna forma pervierte la literatura.
—En una entrevista se mostró preocupado por el éxodo cubano.
Se ha ido el 10 % de la población en los últimos tres años.
—¿Qué significa eso para un país?
Significa un deterioro demográfico, para empezar. Pero también social y también profesional. La mayoría de los que han salido son personas que están entre los 15 y 59 años, la edad más productiva.
Cuenta con que se han ido muchas mujeres en edad fértil. Se han ido muchos jóvenes. Profesionales. Se ha ido gente que tenía una actividad económica o social o laboral importante.
—Muchos médicos, tengo entendido.
Exacto, muchos médicos. Eso empobrece mucho a un país y la tendencia es que continúe aunque cada vez es más difícil, se han cerrado algunas vías.
La vía hacia Nicaragua ahora se ha convertido en algo más complicado porque hay menos vuelos. Y era la vía más recurrida, salir de La Habana a Nicaragua y hacer la ruta de los coyotes hasta la frontera de Estados Unidos.
A nosotros, a Cuba, el exilio, la diáspora nos ha marcado. Desde los orígenes, desde José María Heredia en el siglo XIX. Pero estamos viviendo la crisis migratoria más profunda de la historia del país.
Omar Rancier: “La ciudad está huérfana de servicios esenciales urbanos”
—Fernando Ferrán, antropólogo cubano y dominicano decía recientemente que la conciencia cubana es estoica. ¿Usted estaría de acuerdo?
Tendría que pensarlo mucho… No creo que seamos estoicos. Yo creo que de alguna manera encontramos válvulas de escape. Siempre estamos buscando válvulas de escape.
Hace tres años, en junio de 2021, hubo unas manifestaciones. Salió la gente a la calle, alguien tiró una piedra, rompió un vidrio y le condenaron a diez años de cárcel. La gente aprende esas lecciones muy rápidamente, es lógico.
Salir a protestar y que te metan preso cinco o diez años, imagínate tú. La gente no es tonta, “la próxima vez no tiro la piedra”. Así que una de las vías de escape es el exilio.
Y la otra vía de escape es decir “esto es lo que hay y voy a pasarlo como pueda”. Y la gente, pues… oye música, toma ron y tiene mucho sexo, todo el sexo posible.
—¿Cómo de difícil está la situación?
Muy, muy, muy difícil. Estamos hablando de un país donde un salario, el salario promedio, puede ser alrededor de 4,000 pesos y un cartón de huevos de 30 huevos -cuando se consigue- cuesta 3,000.
La pensión de mi madre es de 1,700 pesos: si mi madre tuviera que vivir con su pensión ni siquiera podría comer un huevo diario.
Podrás imaginar todo el desgaste que significa para las personas todos los días estar en esas. Nosotros, cuando hablamos de la situación en general de Cuba, decimos “la cosa” y estamos todo el tiempo hablando sobre “la cosa” …
Se buscan vías de escape. Yo no creo que seamos especialmente estoicos, pero la gente no es tonta.
La libertad
—En sus novelas se habla de la búsqueda de la libertad individual. ¿Cómo se logra escribir libremente en Cuba?
Ha sido un largo aprendizaje, un largo esfuerzo y condiciones que he podido conseguir. Yo me gradúo de la universidad en el 80 y trabajo diez años como periodista, primero en una revista cultural de la que me expulsan y me mandan a un periódico –“porque yo tenía problemas ideológicos”, dicen- a reeducarme al periódico.
Trabajé seis años en ese periódico, un periodismo que se convirtió un poco en una referencia. Era un periodismo mezclado con literatura y a veces incluso con elementos de ficción. Ya en el año 90 empiezo a escribir una primera novela que se llama «Fiebre de caballos».
En 1995 en Cuba se crea la condición de artista independiente y Leonardo Padura se convierte en el primer Escritor Independiente, el 1 de enero de 1996. Fuera del circuito oficial, estaba obligado a trabajar, a vivir de lo que apareciera.Y 13 días después, recibió la noticia: había ganado el Premio de novela negra de Gijón, dotado en ese año con 16,000 dólares. Esa “enorme“ fortuna le abría las puertas a escribir exclusivamente.Y dos meses después, la editora Beatriz de Moura le acogía en Tusquets, una de las grandes editoriales españolas, con la que hoy sigue trabajando.
—¿Qué supuso esa oferta?
Eso fue un escalón importantísimo. Yo escribía mis libros y que de mi ordenador salieran vía correo electrónico hacia el ordenador de mis editores en Barcelona y no pasaran por ninguna institución cubana fue muy importante en esa ganancia de libertad.
Además, entonces yo me empeñé en que era independiente, que escribía de lo que quería y me propuse que iba a decir lo que necesitaba decir en cada libro.
Creo que ha sido también como otra escalera que ha ido ascendiendo, creo que cada vez me he sentido más libre, me he sentido menos comprometido y he podido decir más cosas que yo necesitaba decir.
Un cambio de era
—Como filólogo ama las palabras y el lenguaje… ¿siente que las nuevas generaciones tienen un vocabulario más pobre?
Hay un problema generacional muy, muy, muy grave no solamente con el uso del idioma sino también con la capacidad de comprensión del idioma. Yo creo que se está leyendo de una forma diferente a la que leíamos nosotros hace 30 o 40 años.
Escribí en El País una columna, «Una educación sentimental» era el título, en la que hablo de que mi generación tuvo la enorme suerte de que en los años de universidad, los escritores de moda se llamaban García Márquez, Cabrera Infante, Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Cortázar…
Eso fue un privilegio porque tuvimos que leer a esos escritores que nos obligaban a un ejercicio de lectura inteligente. Eso nos ayudó muchísimo en nuestro crecimiento personal, profesional e intelectual. Y en nuestro conocimiento de la lengua, porque cuando los lees tienes que hacerlo con los cinco sentidos.
—¿Las reglas ahora son otras?
Creo que ahora una buena parte de la literatura y una buena parte del periodismo se ha convertido en una mercancía, un producto y ese producto hay que venderlo y para venderlo hay que ponerle lazos, darle colores aunque el contenido no sea lo más importante.
Creo que eso está ocurriendo en todas las manifestaciones artísticas: la música, en el cine, en las artes plásticas y es lamentable que en un momento en el que la gente tiene más acceso a la información, un acceso más fácil al conocimiento, el resultado sea la desinformación y el desconocimiento.
—¿Eso es una consecuencia inevitable del mundo digital?
Yo creo que es una consecuencia de que estamos viviendo en tiempo real un cambio, que es mucho más rápido de lo que podemos asimilar. Los que hemos vivido este tránsito entre el siglo 20 y el siglo 21 hemos vivido también un cambio de era: pasamos de la era analógica a la era digital.
Eso ha cambiado muchos paradigmas: desde la manera de comprar a la manera de hacer política, de relacionarse, incluso de buscar pareja.
Eso trae consecuencias que ya estamos viendo y ojalá que todo esto se asiente de la mejor manera, porque lo más complicado de esto es que estamos solo en el principio de este universo digital.
—El próximo año cumple 70 años. ¿Es la etapa de la madurez para su obra?
A mí me da igual, pero hay que tener conciencia de que uno ya empieza a estar muy viejo, hay que adecuarse a esta edad y saber que hay un proceso físico pero también hay un proceso mental, porque la vejez no es solo física.
Y yo he visto, y no voy a mencionar nombres, escritores que evidentemente han envejecido e insistían en publicar y en escribir.
Yo creo que no todo el mundo tiene el valor de un Philip Roth que en un momento determinado dijo “ya dije todo lo que tenía que decir, soy un viejo y me retiro y no escribo más”.
—Hay ocasos literarios que duelen.
Sí, entonces uno tiene que tener lo que Hemingway llamó el detector de mierda.
—¡¿Esa expresión es de Hemingway?!
Sí, en la entrevista con George Plimpton, en Paris Review del año 58, dijo que el escritor tiene que tener un detector de mierda, bien aceitado y con combustible.
Yo además tengo el enorme privilegio de tener a mi lado al mayor detector de mierda, que es mi mujer, Lucía. Ahora mismo acabo de terminar la primera versión de la novela que estoy escribiendo. Ella se la leyó y me ha dado una tunda de palos…
—¿Duele el orgullo cuando ocurre eso?
—No… eso es lo que yo necesito. Y yo creo que eso también es muy importante, saber que tienes al lado una persona que te va a juzgar con el mayor rigor. Además mis editores españoles siguen siendo editores que hacen trabajo de edición.
El libro que yo envío, ellos se lo leen, y me dan recomendaciones que nunca tienen que ver con mi percepción de la realidad cubana. Ellos no se meten en mi relación con Cuba, ellos se meten solamente en cuestiones literarias.
—¿Y cómo definiría su relación con Cuba?
Alguien que pertenece, yo soy alguien que pertenece. Mi sentido de la pertenencia es muy fuerte. Yo no salgo en los periódicos, no salgo en la televisión, no salgo en la radio.
Algo parecido le pasaba a Dulce María Loynaz. Y a Dulce María le preguntaron una vez, “¿por qué usted no se ha ido de Cuba?”. Y ella dio una respuesta de la que yo me he apropiado. Dijo: “porque yo llegué primero”.
—¿Decidido? ¿Se va a quedar en Cuba?
Yo espero que sí. Hasta que… mientras pueda resistir, estaré ahí. Además tengo ahí a mi madre, afortunadamente, con 96 años. Y está la mamá de mi esposa también. Y eso implica una responsabilidad muy grande porque son dos personas que nos necesitan.
Y nosotros las necesitamos a ellas porque sabemos además que están en los años finales de su vida.
Hace como 20 años un cineasta cubano, que era un poco mayor que yo, me dijo cuando su mamá murió: “esto me ha dejado un vacío tremendo porque uno se da cuenta de que ya la próxima estación es la de uno”.
—¿Le preocupa la muerte?
Eso no me preocupa tanto. A mí lo que más me preocupa es saber que el día que muera mi mamá voy a perder el hecho de ser “el hijo de”, porque todavía en mi barrio las personas me dicen, “ah, tú eres el hijo de Alicia”.
Porque a mi mamá la conocen hasta los perros y las garrapatas que tienen los perros en el barrio.