A partir del 72, en la placidez saludable del local de la Heladería Capri del italiano Mario Autore, sita en la Arzobispo Nouel cerca de la Palo Hincado, solar de verdaderos manjares de cremosa textura, se daba cita cada noche, a eso de las 10, un grupo de profesores de la UASD y sus amigos. Infaltables entre los primeros: Francisco Chito Henríquez, Dato Pagán Perdomo, Emilio Cordero Michel, Rafael Kasse Acta, José Aníbal Sánchez Fernández, Julio Ibarra Ríos, Tirso Mejía-Ricart, Juan Bosco Guerrero y José del Castillo. Asimismo, Juan Ducoudray, Tonito Abreu, Teddy Hernández y su padre don Telo, y el inolvidable Guillermo Vallenilla, quienes completaban la matrícula de los fijos.
Otto Fernández, entonces alumno de Sociología, se arrimaba de vez en cuando con Rolando Tabar, como lo hacía a veces Félix Servio Ducoudray, residente en la zona. Un personaje especial solía realizar su furtiva aparición ataviado de una capita: el Dr. Eladio de los Santos y Jerez, reputado dermatólogo profesor de la UASD, quien saludaba distante y teatral a los contertulios y enrumbaba hacia el fondo del local.
Esta peña hizo historia. No sólo por la calidad de sus integrantes, sino por la curiosidad de quienes no participaban en ella. La revista Renovación que editaba Julio César Martínez mantenía una suerte de crónica conjetural de lo que allí se conversaba, en una columna anónima redactada por un reconocido dirigente del Partido Comunista. Conforme a este comentarista, el Dr. Jottin Cury –quien alcanzaría la rectoría de la UASD en esos tiempos– bautizó al grupo de contertulios como los “comehelados de los Capri”. Cuando eso se publicó por primera vez, alguien comentó con picardía “que era preferible un buen helado por la noche a la ingesta etílica antes de acostarse”.
Ciertamente, la vocación de estos “comehelados” la reiteraron los peñófilos en el Bar América, Los Imperiales y en los Helados Rex del señor Pimentel. Más aún, Kasse Acta, Cordero Michel y del Castillo, disfrutaron a 10 grados bajo cero en Moscú unos deliciosos helados comprados en los Almacenes Generales del Estado (GUM), cuando asistían en noviembre de 1973 al Congreso Mundial de la Paz, paradójicamente en compañía del Dr. Jottin Cury, a la sazón rector magnífico de la UASD y de su amable esposa la Dra. Anita Yee.
En la peña de la Heladería Capri se hablaba de todo. Algo de política, asuntos académicos del momento, temas históricos polémicos, y quizás lo más interesante por su efecto relajante durante los tensos días de los llamados Doce Años del Dr. Balaguer, era el rico anecdotario de contertulios como el genial Dato Pagán, un personaje irrepetible a quien Chito llamaba “el gran manicato” (que en la lengua de los Caribe significa valiente, decidido, esforzado). Al cierre de una prolongada jornada administrativa y docente que se extendía hasta la prima noche, algunos universitarios acordábamos ir al cine antes de asistir a la peña cotidiana. En esa lista de cinéfilos se inscribían Kasse Acta, Chito, Juan Ducoudray, Emilio Cordero y quien esto escribe. Y por supuesto, nuestro muy apreciado Dato Pagán. A la salida del Olimpia, Leonor, Capitolio o de cualquier otra sala de cine de la zona, el profesor Pagán procedía a narrar en rol protagónico una versión similar a la trama de la película vista. Chito, deslizando una sonrisa maliciosa, cruzaba miradas de complicidad conmigo, a la espera infaltable de la proyección de la “segunda tanda” de la noche.
“Carajo, ¡cuánta coincidencia!, a mí me sucedió en Roma una historia parecida…” Y así la narración se trasladaba a las eróticas y heladas colinas moscovitas, a Los Llanos venezolanos poblados de gigantescas anacondas que bloqueaban el tránsito carretero, al París romántico y sartreano de los exilios latinoamericanos o a la bella Habana cumbanchera. Era como recorrer el mundo y sus maravillas, no llevados de la mano por Adolphe Menjou en la ilustrativa serie de TV Su historia favorita de los años 50, sino guiado por la fértil imaginación de este ameno conversador y trotamundos petromacorisano.
Siempre pensé –cuando leí emocionado Los Papeles del Club Pickwick de Charles Dickens–, que nuestro admirado contertulio era una reencarnación de aquellos ingeniosos amigos que discurrían con sapiencia encantadora sobre los más variados tópicos. Expresión por demás de la fecunda narrativa de lo real maravilloso que se cuela en los trópicos, como acuñara y cultivara con certera propiedad el maestro Alejo Carpentier.
Traslado al Bar América. El grueso de esta peña mágica se trasladó al Bar América, ubicado en la misma Nouel esquina Santomé, frente al Hospital Padre Billini. Para mí era un lugar de amables nostalgias, cuando de chico mi madre me llevaba a comer helado de mantecado con crocantes tostadas -un subproducto del horneado del bizcocho al cortarse el “filete” que desborda los moldes rectangulares y cuadrados cuando la levadura hace crecer la masa de harina. Allí se produjo una “reingeniería” del grupo. Persistieron Chito, Dato, Juan, Rafael, Emilio, Tonito, Vallenilla, Teddy, y se sumaron Freddy Agüero, Jacobito Valdez y el Dr. Luis José Soto Martínez. Tirso iba más tarde y esporádicamente, al igual que José Aníbal. La oferta del establecimiento era más amplia, con sándwiches, jugos naturales y un exquisito café expreso, junto a los helados acreditados de antiguo.
Dato y Chito –aparte de los encuentros nocturnos– convirtieron este local en una suerte de oficina oficiosa. Allí recibían mensajes, llamaban por teléfono, leían la prensa matutina y vespertina y “despachaban” sus asuntos. Un lugar donde se les podía localizar fuera de sus horas académicas laborales. Chito vivía en esa misma cuadra, en un apartamento del Edificio López de Haro ubicado en El Conde con entrada por la Sánchez y luego en la casa de don Fed de la misma calle. Dato residía en la Avenida Bolívar casi esquina Dr. Báez, a breve distancia peatonal de su “oficina” y más tarde en la Pasteur sobre el Lucky Seven de Evelio Oliva, a escasos pasos de la Independencia, donde tomaba un concho que lo dejaba en la puerta de su “despacho”.
En una ocasión, debido al alza coyuntural de las cotizaciones internacionales del café y su correlato local, el español propietario del Bar América se vio precisado a ajustar el precio de la taza del aromático licor turco de 5 a 7 centavos (todo ello con aire acondicionado, agua fría sin límites, servilletas desechables, periódicos incluidos, servicio de recepción de mensajes y de pronta atención de mesa). El profesor Pagán, ante este nuevo giro, reaccionó “indignado” y elevó su “más enérgica protesta” por el abuso de ese “español explotador”. Consecuentemente, en señal de malestar, le retiró al Bar América su muy honradora presencia, aunque afortunadamente sólo por unos días. Nunca se supo si el español, que le tenía merecido aprecio y respeto, le hizo un arreglo especial a Dato o si éste cayó en cuenta que sólo por dos centavos adicionales estaba perdiendo una eficiente “oficina”.
El Bar América se transformó al arrendarlo su propietario a otro español llegado de Lima afectado por la estatización de las empresas molineras de pescado (harina y aceite) ejecutada por el régimen populista del general Velasco Alvarado. Paco le dio al negocio un giro de 180 grados de cafetería a bar restaurante e introdujo verdaderas exquisiteces en el menú, como los langostinos de río de Bayaguana servidos al natural con mayonesa al gusto, ceviche de pescado a la peruana y otros platillos que empezamos a degustar. Ello representó un cambio progresivo de clientela, dada la nueva fama que pronto logró el sitio, arribando familias de clase alta de Naco y Piantini, en especial los fines de semana. Con este atractivo menú era imperativo ordenar un vinito o un trago de ron o whisky.
Próxima a nuestra mesa siempre esquinera, se articuló un grupo de abogados y profesores universitarios bajo el liderazgo del talentoso Euclides Gutiérrez Félix, con la presencia de Pompilio Bonilla Cuevas, Blanco Fernández, Báez Pozo, Gonzalo González Canahuate, Hernán Nanchú Espínola, una suerte de extensión de otra peña sabatina que operaba en el Bar Panamericano en tanda meridiana a la cual yo acudía esporádicamente. El éxito de Paco fue tal que pronto adquirió una casa en la Avenida Independencia e instaló el Restaurante Jai Alai, de grata recordación por su buena cocina y la afable atención de sus propietarios y personal.
El Bar América retornó a su dueño, quien pronto lo arrendó a un gallego simpatiquísimo y generoso, con el detalle incómodo de que le dio por hacer la queimada –un preparado ritual de aguardiente de orujo, azúcar, corteza de limón o naranja y granos de café, elaborado al fuego lento–, cuyas emanaciones en un ambiente cerrado tenían un efecto lacrimógeno inescapable, aparte de conjuros a golpe de pandereta que hacían imposible el diálogo de la peña. Señal de que había que levantar campamento.
La brújula nos llevó a La Cafetera Colonial fundada por el empresario español Benito Paliza y operada entonces por Franquito. Con su tradición de tertulias emblemáticas de la intelectualidad dominicana y los republicanos españoles que llegaron en los 40 junto a los refugiados centroeuropeos, este establecimiento se convirtió en emplazamiento alternativo. Más abierto, heterogéneo al acoger a ajedrecistas, artistas, masones, vagos y calieses, La Cafetera representó otra experiencia interesante.
Era un resumen de la dinámica de El Conde, mutante con la evolución de la jornada. Desde la madrugada abría sus puertas para servir el mejor café expreso de la ciudad molido en presencia del cliente (Paliza No.5 de don Benito torrefacción de INDUBAN), con una oferta de excelentes sándwiches de pierna de cerdo, pollo, derretido de queso, y jugos insuperables de lechosa, zapote, granadillo, piña, naranja. Su profundo pasillo lo convertía en galería de arte espontáneo en cuyas paredes colgaban caricaturas de Eladio Sánchez y Eduardo Matos Díaz, mientras Dionisio Pichardo mantenía su taller de pintura al fondo, resguardado por una graciosa tropilla de gatos. Y el maestro Roque Félix, as del corte y la costura, ejecutaba el jaque mate en el tablero de ajedrez.