A mediados del año 2017, el entonces procurador general Jean Alain Rodríguez ofreció una rueda de prensa anunciando al país el arresto y sometimiento a la acción judicial de catorce personas, por supuestamente figurar como receptores de sobornos en las delaciones ofrecidas por los ejecutivos de la constructora Odebrecht en sus acuerdos con las autoridades judiciales estadounidenses y las de su país de origen.
En el listado figuraban un ministro, legisladores y exlegisladores y políticos de gobierno y oposición, así como un empresario con reconocidos vínculos con la empresa brasileña a quien se le atribuía la condición de sobornador. Todos imputados por cerca de dos decenas de artículos del Código Penal y de las leyes sobre sobornos y lavado de activos.
En los días subsiguientes, la sociedad fue testigo de aparatosos traslados de prisioneros y estridentes juicios sobre medidas de coerción. Todos estupefactos ante la dimensión de las imputaciones y los perfiles de los acusados. Sin embargo, ese globo se fue desinflando en la medida que avanzaban las semanas y se conocía el contenido de la acusación y sus bases probatorias.
Y tocó fondo cuando la actual procuradora, entonces presidenta de la sala penal de la Suprema Corte de Justicia, con un voto disidente en la revisión de la prisión preventiva dictada contra algunos acusados, advirtió que si no se remediaban las debilidades probatorias a ese proceso no le auguraba “un futuro esperanzador”.
Y tal cual, porque bajo idénticas premisas esa misma sala acaba de absolver y ordenar la devolución de todos los bienes a los últimos dos imputados que quedaban, cerrando el caso sin condenados.
El ciudadano común se queja, maldice y echa pestes sobre los jueces. Sin reparar en que se trató de un caso construido sin fines jurídicos y sólo para efectos mediáticos. En ese sentido con muy pocas diferencias con los casos de supuesta lucha contra la corrupción que llevan actualmente los fiscales del llamado “Ministerio Público Independiente”.
Y es que al final se trata de los mismos de antes; para muestra el botón de que el principal litigante del caso Odebrecht es el actual titular de la Procuraduría Especializada de Persecución de la Corrupción Administrativa.
Si en el manejo en el caso de la desaparecida constructora brasileña se escondía un esperpéntico proyecto presidencial, ahora concurren agendas políticas electorales, vendettas personales, egos hiperinflados e intereses pecuniarios.
Y allí radica el mayor de los daños que se la puede infligir a la lucha contra la corrupción, en ese privilegio del espectáculo sobre la sustancia probatoria, en la procura del condicionamiento mediático en lugar de la condena penal, y la superposición de las agendas personales y grupales al interés colectivo.
Porque si algo se puede anticipar con facilidad, es que la mayoría de los casos moluscos de esta procuraduría tendrán la misma cosecha del caso Odebrecht.
A la larga resultarán fiascos mayúsculos que indignarán y reforzarán el descreimiento en el sistema político y sus instituciones. Y provocará que un fragmento de la sociedad reproche injustamente a jueces, en lugar de los fiscales perpetradores de los pecados originales.