Cuando los tiranos presienten el fin, se aferran con furia a una retórica de terror, en ocasiones nublada de imágenes apocalípticas. Ese es el caso de Nicolás Maduro, quien en ningún otro proceso electoral había insinuado la posibilidad de perder. El gobernante estaba persuadido de su derrota, pero sin ningún plan de indemnidad negociado.
Después de once años conduciendo a sus caprichos el poder, era natural que su rechazo aventajara las simpatías. Él sabía que había llegado el momento de aceptar o de pelear. Y tomó la decisión más “madura”.
El cuadro real desmentía cualquier artificio: una oposición mayoritaria aglutinada, algo más de 7.7 millones de venezolanos en la diáspora, una dramática hiperinflación, la degradación social a niveles de subsistencia y aquella magia recibida de Chávez ya evaporada en el imaginario popular.
Ese era el contexto que interpretaban consistentemente las encuestas de mayor credibilidad. El cambio parecía inminente hasta que de manera atropellada el Consejo Nacional Electoral (CNE) lo declaraba ganador con un único y parco boletín que presuntamente reflejaba el 80 % de los votos escrutados. Fue un golpe de asalto del CNE, quien apenas dio un resultado genérico, sin un desglose por mesa electoral ni demarcaciones estatales, sin proveer alguna fuente que permitiera corroborarla y sin dar información íntegra ni transparente, según las actas, de los votos obtenidos por cada uno de los diez candidatos presidenciales.
Le ha correspondido a la oposición suplir esa omisión intencional del CNE, publicando los resultados obtenidos a partir del 73.2 % de las actas que ha logrado acopiar (hasta ayer miércoles) y que reflejan un cuadro escandalosamente contrario a los resultados del CNE (6.25 millones de votos a Edmundo Gónzalez Urrutia contra 2.28 millones de sufragios a Nicolás Maduro)
Para Nicolás Maduro la entrega normal del poder nunca fue opción. Su estrategia era crear una crisis a través de la manipulación de los resultados electorales como la que hoy vive Venezuela. Ese camino le abre al menos las posibilidades para negociar su salida, escenario que no contaría de aceptar su derrota sin resistencia.
En Venezuela arde una gigantesca erupción social que ha cobrado la vida, hasta ahora, de 11 víctimas, una cantidad imprecisa de heridos y apresamientos irregulares. Ese era el plan de Maduro para cotizar su valor político en una posible negociación.
Los déspotas pocas veces abandonan sin traumas. Tampoco consienten disminuciones a su poder, aun en momentos terminales. Armar crisis son las estrategias más socorridas para arrancar el salvoconducto que les garantice indemnidad a él y a su cercanía. Maduro creará un frente duro y beligerante de confrontación que le permita negociar esas condiciones o las de su permanencia si entiende que puede manejar convenientemente la presión internacional. Con esto, el tirano no inventa la Coca Cola; ha sido un libreto estándar en el ocaso de las tiranías.
Presiento que lo que sigue será un trance largo. El régimen de Maduro, que ha cooptado los poderes del Estado, incluyendo al CNE, librará cómodamente todas las batallas legales vinculadas al viciado resultado.
Es seguro que el asunto termine, como siempre, en el Tribunal Supremo de Justicia (especialmente en la Sala de lo Constitucional), instancia que no vacilará en darle blindaje a una “victoria” que pocos creen. Por eso no es casual que, en sus declaraciones, antes y durante las votaciones, el desafiante candidato sacara la Constitución del bolsillo, apelando a ella como última razón de “su” institucionalidad, un metamensaje anticipado al Tribunal Supremo de Justicia frente a la crisis que ya se incubaba.
Se recuerda que fue la Sala de lo Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia la que, al morir Chávez, lo impuso como “presidente encargado”, cuando el artículo 233 de la Constitución disponía que era Diosdado Cabello el sucesor en su calidad de presidente de la Asamblea Nacional. Ese mismo tribunal fue el que el 27 de marzo de 2017 le otorgó a Nicolás Maduro las facultades de la Asamblea Nacional para legislar y “tomar las medidas civiles, económicas, militares, penales, administrativas, políticas, jurídicas y sociales que estimase pertinentes y necesarias para evitar un estado de conmoción…”; fue esa misma instancia judicial la que ratificó en enero de 2024 la inhabilitación para ejercer cargos públicos de la entonces candidata presidencial María Corina Machado y del excandidato presidencial Henrique Capriles.
El recuento de sumisiones se haría antológico, pero, para rematar, bastaría con leer esta joya de tuit publicada recientemente por el Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela: “Desde el TSJ felicitamos al Jefe de Estado Nicolás Maduro por su reelección para el periodo presidencial 2025- 2031. El Poder Judicial felicita al pueblo venezolano por desarrollar un proceso electoral en paz, transparente, eficiente, auditable y ejemplo en el mundo”. Cualquier otra ponderación sería puro ocio.
Así las cosas, el terreno legal estará perdido frente a Nicolás Maduro. Será para la oposición una carrera incierta que terminará diluida en la frustración. Es justamente ahí donde el régimen aspira a confinar la batalla de su “legitimidad”, y por eso la única expectativa descansa en una acción política de hondo calado concertada con la comunidad internacional.
Se impone un aislamiento de amplio espectro mediante el retiro de las legaciones diplomáticas que quedan, el recrudecimiento de las presiones y sanciones de la Unión Europea, la parte de América Latina que no forma parte de su circuito ideológico y de los Estados Unidos. Aun así, no dudemos de que ese cerco será resistido por el régimen, aunque tenga que extremar la represión, pero al menos creará las condiciones para forzar una verificación, con supervisión independiente, de los resultados a partir de la revisión de las actas instrumentadas por cada colegio electoral.
Frente a las posibles soluciones políticas que puedan abrirse según el desarrollo de los eventos, una cosa quedará siempre clara: por más empujes que encause la comunidad internacional, si los venezolanos no unen fuerzas y determinación en ese objetivo no habrá cambios relevantes en el horizonte. Al final será decisión de ellos aceptar, resistir o rebelarse. Mientras, no nos queda otra expresión de más desconcierto que la que sirve de título a este trabajo: “Lo sentimos, Venezuela…”. Estamos con ustedes.
Para Nicolás Maduro la entrega normal del poder nunca fue opción. Su estrategia era crear una crisis a través de la manipulación de los resultados electorales como la que hoy vive Venezuela. Ese camino le abre al menos las posibilidades para negociar su salida, escenario que no contaría de aceptar su derrota sin resistencia.