Se dice que Francia va en decadencia, y puede que sea cierto. Empero, su historia de gloria y aportes de calado a la Humanidad permanece invariable. Sin importar las vueltas de calendario. Resurgieron con fuerza en la ceremonia espectacular de apertura de los Juegos Olímpicos: cuatro horas de insospechados guiños a ese pasado que es aún presente en muchos aspectos.
Esta vez el tradicional desfile fue reemplazado por ochenta embarcaciones surcando el Sena, cargadas de atletas que siempre miran al futuro.
Fue un resumen apretado de las contribuciones de la Francia eterna, aquella cuya revolución devino mundial. Cuna de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, obligado traer la diversidad al centro de la celebración. Respeto para todos, salvo algunas licencias fuera de lugar. Un cinco por ciento de la población francesa es de origen árabe y las excolonias se manifiestan sin timidez. Basta echar un vistazo a la selección francesa de fútbol o al color de la piel de quienes representan la bandera tricolor en las competencias.
El inicio de la fiesta deportiva no se circunscribió al estadio olímpico. Todo el París histórico fue escenario, con la Torre Eiffel, el Arco de Triunfo, la Plaza de la Concordia, el Louvre, la Biblioteca Nacional, el Jardín de las Tullerías y la Bastilla, entre otros componentes protagónicos del paisaje urbano, parte esencial del fasto.
No podía faltar la reivindicación de la mujer ni la savia literaria gala al romanticismo. Por algo es París la ciudad del amor. Ingenioso, el juego de los arlequines y entre libros y libros, El triunfo del amor, de Malvaux.
Fiesta deportiva y del espíritu. Como apuntó de Gaulle, no se puede hablar de Francia sin grandeza.