Con esa erudición tranquila que convierte en deleite leerla, Irene Vallejo nos habla de nuestros mecanismos mentales de respuesta rápida como herencia ancestral. Distinto linaje tiene la capacidad de razonar, hija del largo proceso evolutivo de la especie humana, que permite controlar las emociones, incluida la impulsividad, germen de tanta decisión disparatada.
Vallejo cita al emperador Augusto, quien aconsejaba «apresurarse despacio» para lograr trabajos bien hechos. Es lo que no sucederá, sin duda, con el proyecto de «nuevo» código penal. Ya lo dice la autora: «Soliviantada por la prisa, la mente es menos sutil, menos eficaz, menos certera». Si a la prisa de los legisladores agregamos la incompetencia y los prejuicios de parte importante de ellos, el resultado se anticipa solo.
No es llover sobre mojado volver al tema. Lo que está en juego con el código penal trasciende los intereses de grupos o sectores particulares para situarse en el terreno, para muchos abstracto, de la calidad de nuestra democracia: cualquier afectación de un derecho desborda su propio ámbito y contamina el conjunto. No hay compartimentos estancos que nos salven de ser alcanzados por una conculcación que, cortos de miras, creamos ajena.
Por esto debe inquietarnos el plazo fatal decretado para la aprobación del proyecto. Con un poder delegado que solo podemos revocar en las urnas cada cuatro años, los legisladores gozan en ese lapso de la prerrogativa de decidir por la ciudadanía cuáles normas de largo plazo rigen la convivencia social y posibilitan la solución de conflictos. Lo hacen, casi invariablemente, sin consultar al delegatario. Cuando se les ocurre, como ha sido el caso de la Cámara de Diputados y su «vista pública» sobre el proyecto, convierten la consulta en tomadura de pelo.
Si actuaran con espíritu democrático, la cantidad de observaciones, provenientes de los más diversos sectores, debería llevarlos a renunciar al propósito de aprobar la pieza antes del cierre de la legislatura. No luce que sucederá. La categórica afirmación del presidente del Senado Ricardo de los Santos de que será sancionada antes del próximo viernes es demostración patente de la prisa que los atenaza, pero también de la nula importancia que le merece, a él y a la decisiva mayoría de legisladores, la opinión disidente.
Esgrimir como justificación los veinte años que el proyecto tiene yendo y viniendo por la agenda congresual es chantaje que no resiste el menor rasguño. Si jugáramos con sus mismas cartas, podríamos enrostrarles el inventario de iniciativas con años de desatención que no les provocan igual ni parecida urgencia; por ejemplo, la imprescindible modificación de la Ley 87-01 sobre seguridad social, sometida en el 2019 a estudio de una comisión bicameral que se echó a dormir.
Aunque, para no ser equilibrados, hagamos una concesión: también esperan pacientemente cada diciembre para agasajar a sus seguidores con vino, champán y whisky comprados con el dinero del barrilito, es decir, nuestro, en contraprestación por servicios electorales. Por lo menos eso confesó el senador Ramón Rogelio Genao, militante de la prisa, esa sí, con el proyecto de código.