En mi adolescencia, como alumno del Colegio De La Salle, asistía puntualmente cada semana a la misa dominical en la Catedral Metropolitana de Santo Domingo. En una ocasión pude acceder al recinto donde reposaba el tesoro catedralicio. Aún mantengo viva en la memoria la impresión que me causó ese primer contacto con el magnífico patrimonio, que durante siglos estuvo celosamente custodiado por el clero diocesano del Arzobispado en una estrecha habitación abovedada situada al costado de la sacristía.
Entre los fondos del tesoro catedralicio figuran objetos litúrgicos de la más fina orfebrería, tales como: cálices, custodias, arcas, crismeras, báculos y cruces procesionales, coronas de oro y plata, candelabros y piezas de vajilla, entre otros ornamentos propios del culto, muchos de ellos de principios del siglo XVI. Asimismo, numerosos exvotos y joyas adornadas con perlas y piedras preciosas donadas por los fieles devotos en agradecimiento a los dones concedidos.
Nuestra antigua Catedral de Santa María de la Encarnación, Primada de América, designada Basílica Menor por el papa Benedicto XV, se destaca por su estilo gótico renacentista de singular y espléndida fisonomía, que la convierte, en opinión de un destacado crítico de arte, en “un incunable de la arquitectura religiosa hispanoamericana”. Tanto la planta como el alzado se adscriben al último período del gótico español o gótico isabelino, mientras que su portada, rebosante de una impresionante expresividad que semeja un poema tallado en piedra caliza, corresponde estilísticamente a un purísimo estilo plateresco; se evidencian así las dos etapas constructivas del templo.
A su valor arquitectónico se suma el extraordinario conjunto de arte sacro que a lo largo de los años ha venido atesorando el templo, consistente en retablos, púlpitos y otras obras de ebanistería antigua, esculturas, frescos y pinturas. Entre estas últimas podemos mencionar la de la Virgen de la Antigua, conservada en la capilla del mismo nombre, que muestra los escudos reales junto a las armas del Descubridor de América y, según la tradición, fue una donación de los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, a Cristóbal Colón. A todo ello se suman, en las numerosas capillas laterales, altares, monumentos funerarios y lápidas de prelados y funcionarios civiles y militares de las épocas colonial y republicana.
Este majestuoso monumento, primero en su género en el Nuevo Mundo, se ha convertido en el mejor exponente de la fe cristiana del pueblo dominicano. A través de cinco siglos, los feligreses vienen congregándose bajo esas bóvedas nervadas que remiten a un bosque de palmeras para agradecer a Dios en ocasión de grandes hazañas y felices acontecimientos nacionales, así como para implorar la misericordia divina ante las tragedias que han asolado a la isla Española en forma de flagelantes epidemias o devastadores huracanes y terremotos. De modo que nuestra vetusta e imponente catedral ha sido testigo protagónico del transcurrir histórico, que ha dejado su huella desde los inicios de la colonia hasta el presente.
La relevancia del Museo
Para regocijo de todos, el Museo alberga una significativa selección de los objetos que integran el espléndido patrimonio catedralicio, presentada de manera impactante y didáctica gracias a las nuevas tecnologías audiovisuales. El resultado es un montaje que ha respetado la estructura original del edificio y se muestra en consonancia con la singularidad de los objetos museográficos, que resaltan por su trascendental valor devocional, histórico y artístico.
El Museo de la Catedral se aloja en la edificación que otrora sirviera como cárcel de la ciudad, posteriormente convertida en teatro usado por los trinitarios y, más tarde, en sede de la Cámara de Diputados; está contiguo a la vetusta vivienda conocida como el Palacio de Borgellá, residencia del gobernador del mismo nombre durante la Ocupación haitiana y morada solariega del escribano Diego de Herrera en tiempos coloniales. Su privilegiada ubicación en la calle Isabel la Católica, frente al Parque Colón, y su espectacular contenido museográfico hacen de este museo una admirable atracción cultural para el público nacional y los turistas extranjeros que colman la Ciudad Colonial, convocados por sus relevantes edificaciones y plazas coloniales. Para un mejor aprovechamiento de la visita, el Museo ofrece recorridos guiados conducidos por un personal especializado que forma parte de su Voluntariado, presidido activamente por Fabiola Herrera de Valdez.
A tono con su representativa colección de iconografía religiosa, la exposición de este acopio del acervo catedralicio constituye un archivo abierto que, mediante el poder evocador de las imágenes, nos permite ampliar nuestras visiones de la fe, conjugando lo espiritual con lo estético, lo histórico con lo teológico. Entre sus contenidos temáticos se incluyen evidencias arqueológicas de los indígenas que poblaban la ribera del río Ozama antes de la llegada de los españoles, diversos aspectos relacionados con los inicios de la evangelización en la isla Española y las diferentes etapas constructivas del templo, así como un recuento de los vaivenes de los restos del almirante Cristóbal Colón, con sus diferentes sepulturas (se resalta que permanecieron varios siglos en la Catedral de Santo Domingo, hasta que fueron trasladados en 1992 al colosal monumento funerario erigido en honor del Descubridor de América con el nombre de Faro a Colón). Igualmente, se puede contemplar los ajuares litúrgicos y devocionales usados por las cofradías o hermandades de fieles devotos, de las que se valían muchos esclavos africanos para participar en los ritos religiosos, lo que les permitía acceder a cierta movilidad social y obtener asistencia humanitaria.
Entre los objetos más relevantes del culto religioso se muestra un portapaz regalado por el cardenal Cisneros a Cristóbal Colón, pieza esta labrada antes de 1495, probablemente en Toledo, que pasó a manos de su hijo el virrey Diego Colón, a cuya muerte fue donada a la Catedral por su viuda María de Toledo. Otras piezas de singular valor son una impresionante custodia de asiento, elaborada en Sevilla por Juan Ruiz de Vandalino hacia 1540 y obsequiada por Diego del Río, canónigo de la Catedral; y un arca eucarística con las imágenes cinceladas de Cristo resucitado y ángeles adorantes, junto a varios apóstoles, labrada por los plateros de Santo Domingo en 1579. En la categoría de exvotos encontramos un expresivo colgante en forma de hipocampo o caballito de mar que muestra una perla de gran tamaño engastada en oro, al igual que otras joyas con formas de pez, salamandra, paloma y otras imágenes zoomorfas que enriquecen este singular repertorio.
Al contemplar de nuevo los componentes de esta extraordinaria exposición de arte sacro, rememoré aquella profunda fascinación que sentí cuando, siendo muy joven, contemplé extasiado las joyas de enorme valor histórico, artístico y devocional exhibidas actualmente en el Museo de la Catedral, que, en opinión del presidente Luis Abinader, es un verdadero tesoro patrimonial de la Ciudad Colonial, más valioso que una mina de oro.