Con una economía tan abierta, siempre estaremos expuestos a los avatares de las fluctuaciones cambiarias, normales en otras latitudes. Aquí, empero, la depreciación del peso es causa obligada de cuitas y cavilaciones de expertos y novatos. Queremos una moneda fuerte, un régimen monetario laxo, muy baja inflación, importaciones baratas y competitividad en las exportaciones y el turismo. En un cuento de hadas, todo eso sería posible. La realidad es otra, dada nuestra atadura económica a los Estados Unidos.
Para un liberal confeso, importa sobre todo que la depreciación obedezca a razones de mercado. Ciertamente, el fortalecimiento del dólar estadounidense en las transacciones internacionales ha generado un impacto significativo en las economías emergentes, incluida la dominicana.
Razón principal es la política monetaria de la Reserva Federal, con tasas de interés altas para contener la inflación en los Estados Unidos. Esto ha atraído capitales hacia activos en dólares, con la consecuente anemia en otras monedas y encarecimiento del costo del crédito para países emergentes.
Un dólar fuerte tiene efectos tanto positivos como negativos. Por un lado, beneficia a los exportadores, ya que los productos dominicanos se vuelven más competitivos. Los receptores de remesas adquieren un mayor poder adquisitivo en moneda local. Sin embargo, también encarece las importaciones, lo que afecta el precio de bienes y servicios esenciales, causa de presiones inflacionarias. Turistear aquí se hace menos atractivo.
¿No queremos estrés cambiario? Dolaricemos la economía como estrategia para estabilizar los precios y exterminar la volatilidad del tipo de cambio y el riesgo cambiario. Habrá más inversión extranjera, pero también disminuirá la capacidad para ejecutar políticas monetarias propias y aumentará la dependencia del sistema financiero estadounidense.
¿Huir del fuego para caer en las brasas?