El Gobierno presume de un logro que ha calado en la percepción de muchos de nosotros. En los últimos meses, diversos indicadores apuntan a una mejora en el clima de seguridad en la República Dominicana. La tasa de homicidios ha disminuido significativamente, y hay insistencia oficial en que los delitos menores, como los atracos, también han bajado.
Se siente, y tampoco voy a discutirlo, un mayor sentido de tranquilidad en comparación con años anteriores. Contrasta esta aparente mejora, empero, con la persistencia de un costoso y excesivo esquema de protección para los funcionarios públicos.
Si la seguridad ha mejorado para el ciudadano de a pie, ¿por qué tantos altos cargos siguen rodeados de escoltas, custodiados 24/7 en sus residencias y acompañados por vehículos de protección? Siendo el país más seguro, el gasto en protección personal de los funcionarios debería disminuir. Ilógico que en un contexto de menor criminalidad se mantengan o incluso se refuercen estos privilegios, en todos los casos financiados con fondos públicos.
Más allá de los riesgos inherentes a ciertas posiciones de poder, el esquema actual de seguridad de los funcionarios parece obedecer más a una cultura de privilegio que a una verdadera necesidad. La seguridad debe ser un derecho para todos los dominicanos, no un lujo exclusivo de quienes ocupan temporalmente una posición en el Estado.
Reducir este gasto innecesario equivaldría a una muestra de confianza en la propia gestión de seguridad del gobierno. También un acto de equidad y responsabilidad con los recursos públicos. Un país pacífico debe verse reflejado en la normalización de la vida de quienes gobiernan, sin excesos ni temores desproporcionados.
¿O será que la protección dobla como barrera para alejar del sudor o la repulsa populares?