Hace justo 30 años, en aquella memorable revista semanal Rumbo que fundara y dirigiera con acierto el visionario director de medios (Ultima Hora, Diario Libre) y luego avezado diplomático de carrera, el entrañable amigo Aníbal de Castro, publiqué una columna dedicada a reconstruir tramos de mi memoria infantil y adolescente relativa al balneario de Boca Chica -donde a los 10 años sufrí un accidente casi fatal provocado por las aspas aceleradas de un bote de motor que me alcanzó ambas piernas-, contrastada con las escenas registradas en incursiones playeras de los 90 del siglo 20. Cuando el todavía tranquilo y coqueto poblado de descanso, próximo al ingenio de azúcar del mismo nombre, que fomentara con buen gusto y generosidad el empresario don Juan Vicini, sufrió una de sus metamorfosis, de la cual creo aún no se ha podido librar.
En extracto de aquella columna, transcribo el texto para ilustración de los actuales lectores de Diario Libre, con algunos ajustes para su mejor intelección.
Para mí, capitaleño de cuna, playa es sinónimo inmediato de Boca Chica, o en su defecto, de Güibia, como lo será Long Beach y Sosúa para los puertoplateños, Palenque y Najayo para los de San Cristóbal, Juan Dolió y Guayacanes para los petromacorisanos, Caleta y Minitas para los de La Romana.
En mi memoria de infancia, a bordo del Chevrolet del tío Toño (Pedro Antonio Pichardo Sardá), del Impala de Tico (Arístides Álvarez Sánchez) o en el Pontiac de mi padrino Chencho (Eurípides Roque Román), bordeando la costa por la carretera vieja o ya sobre la moderna autopista de Las Américas que construyera el Generalísimo, llegábamos a Boca Chica entrando por el poblado de Andrés. En tiempos de molienda, el penetrante y pegajoso aroma del guarapo de caña hirviente, anunciaba la proximidad de la playa. Ante nuestros ojos maravillados, se presentaba siempre el gran espectáculo marino. Una gran piscina de agua azul clara, a ratos media verdosa, lamiendo con su discreto oleaje la playa de arena blanca, protegida por la amplia formación coralina.
Al fondo de esta perspectiva, sobresale La Matica, la islita de ensueño que se convertiría en destino obligado del bañista, ya sea llegando en bote, a nado o simplemente a pie dada la baja profundidad de las aguas. Máxime cuando operaba allí el Acuario y pequeño Zoológico de míster Rogers -el ingeniero Albert William Rogers, quien construyera uno de los tramos iniciales del Malecón de Santo Domingo, adquiriente y administrador en 1955 del Hotel Hamaca, diseñado por el maestro de la arquitectura moderna Guillermo González-, devastada esta atracción por los efectos perversos de un huracán. Antes, en1957, el afable míster Rogers recibió en su modesta “Isla de la Fantasía” al genio del género de los dibujos animados llevados a la magia del celuloide, el célebre Walt Disney, fundador del imperio homónimo que tantas emociones ha obsequiado a la humanidad.
Hoy (en los años 90), aquel pequeño poblado que fuera desarrollado en los inicios del siglo 20 por don Juan Vicini como balneario por excelencia de los capitaleños, solar de bellas edificaciones solariegas de madera y mampostería, es un verdadero laboratorio social transformado por la impronta del turismo.
La ampliación del área de playa, ejecutada por la sindicatura del Distrito Nacional mediante la remoción del enverjado de las casas solariegas de la burguesía capitalina, del muro de contención y los pequeños embarcaderos de botes y yolas que daban un toque romántico en las noches de fogatas, ahuyentó definitivamente a las familias tradicionales, atraídas por los nuevos polos sociales de turismo de descanso de La Romana (Casa de Campo), Puerto Plata (Costa Dorada) y Sosúa (Los Charamicos ). Esta intervención, que expandió el espacio público de la playa, se tradujo prontamente en su penosa “privatización” por parte de toda clase de buscavidas que reclaman cobros por cualquier “mejora” o “servicio”.
Hoy, la masa popular que acude los domingos sigue siendo la misma de los años 50, sólo que la clase media y la clase alta, blanca y mulata parda, cedieron su espacio en la escala cromática a los turistas europeos y canadienses, que se alojan en el Don Juan, en el Boca Chica Beach Resort, en el nuevo Hamaca rediseñado y ampliado por los hermanos Tony y Danilo Caro, o en guest houses operados por alemanes, italianos o austriacos.
Junto a los negros y mulatos criollos que buscan el merecido relax en el verano calcinante, se confunden en giros de seducción, parejas de jóvenes turistas, cueros de todos los pelajes, putos que asisten con sus servicios a viejos pederastas europeos y norteamericanos, atraídos por la idea de encontrar en el país un paraíso sexual. En la antigua casa de playa de Trujillo -hoy integrada a las facilidades de un hotel- se despellejan la piel, torso desnudo, tetas al aire, glúteos soberbios, hermosos cuerpos bronceados que sirven de materia prima para alimentar el despliegue fotográfico en los suplementos semanales de los diarios.
Actualmente en el balneario, convertido en un gran zoo, se presencia un desfile de vendedores que no cesa. A billeteros, gorreros y sombrereros, se suman ofertantes de carteras de cuero, collares de corales, de estrellas de mar, dormilonas, erizos y peces guanábana disecados y barnizados. Se rentan botes de motor, tablas de surfing, canoas, pedalones, veleros y los mortíferos jets ski, reemplazo del tradicional esquí acuático tirado por bote de motor. Se ven vistosos bananas boats de montura grupal, remolcados por lanchas rápidas.
En el agua, el reguero humano es verdaderamente alucinante. Gordas que remiten al muñeco publicitario de los afamados neumáticos Michelín, con varias ruedas de grasa superpuestas, alteran con sus movimientos el ritmo del oleaje. Mientras los pequeñuelos se lanzan pancadas y un grupo de amigos se pasa, en ritual secuencial de embique, una botella de ron. En medio de tanto ruido ambiente y fealdad semoviente, una joven negra espléndida, bikini en cuerpo, despliega la robustez de sus carnes, salvando con sus líneas la jornada.
En días de semana, la playa es recinto tranquilo de turistas, putas y prostitutos, de haitianas que brindan sus habilidades para hacer trenzas decoradas con cuentas multicolores, de vendedores que se la buscan. En domingo, atiborrada de pueblo sano, la gama de vendedores se amplía, hasta rayar en el paroxismo. Semillas de cajuil asadas, maní tostado caliente, cocaleca, chicharrones con casabe, queso de hoja con galletas de manteca, huevos duros tibios. Almejas, ostras y lambi crudos, acompañados con zumo de limón y sal, camarones salcochados, apetitosos yaniqueques.
Para engañar la sed bajo el calcinante sol, reflejados sus rayos en redoble sobre la piel por el color blanco de la arena, el bañista reclama “bájame una fría”, en señal inequívoca de solicitud de la cerveza Presidente, conservada en su punto gélido en cubos de hielo. O simplemente demanda: “coquero, párteme uno”, para disfrutar de esta rehidratante agua salutífera regalo de los trópicos consumirla junto a su suave pulpa, cuando el coco es nuevo. En medio de esta algarabía playera, el pregón se propaga en ondas expansivas con ofertas de esquimalitos, helados en paleta, jalaos y caramelos bomberitos rellenos de coco. Parte de la generosa bandeja gastronómica ambulante.
A las ya tradicionales afamadas frituras de Boca Chica, emblematizadas por pescados frescos empanizados, crocantes yaniqueques gigantes, bacalaítos, tostones, batatas doraditas, bollitos de yuca y de maíz, carnitas, tocinos y morcillas, salidos de las ollas humeantes de las viejas fritureras hacendosas que operan en sus puestos, se suman nuevas opciones gastronómicas.
El restaurante Neptuno´s, fundado al final de los 80 por un alemán enamorado del vallenato colombiano, Claus Reprich -con quien entablé temprana relación junto a mi cófrade entrañable Freddy Agüero-, tiene menú con excelentes mariscos y una gran variedad de salsas para acompañar los pescados de temporada. Al igual el Boca Marina de la banileja familia Landestoy -misma del querido Gordo Oviedo L., compañero de infancia, y de Bullumba, el noble compositor de Carita de Ángel, que cantada por el crooner mexicano Fernando Fernández me une desde la infancia a mi inolvidable hermano Chiquín. Justo ubicado este restaurante al lado del primero, enclavados ambos sobre los acantilados, en la boca oriental de la ensenada. Bravuconeándoles temerarios al oleaje, en ocasiones fiero, del mar abierto.
El Buxeda -que en el pasado escenificara la mejor alternativa de camarones y lambies, servidos en porciones abundantes y sello de calidad- ha sido afectado por interminables trabajos de infraestructura realizados en las vías, con zanjas abiertas como si fuesen trincheras en un campo de batalla. En la memoria del paladar ha quedado L´Horizon, del talentoso amigo Jean Jacques, un chef francés que ha escrito en su peregrinar pionero por la media ínsula páginas deliciosas de buen gusto. Frecuentado junto a los hermanos William y Manuel Read, íconos de la cocina de clase desde Le Café, Café Saint Michel, Allegro Gelateria y Barra Uno.
La Boca Chica romántica de mi adolescencia, burguesa y proletaria, de trabajadores azucareros, pescadores madrugadores, fornidos yoleros como mi amigo El Chino -un jabao formidable- y fritureras estrellas. Estructurada bajo la norma de orden de la dictadura, ha dado paso al gran bazar de los cuerpos, al desbordamiento de los espacios caotizados por la cuchipanda y el mercado de los sexos. A la chulería al menudeo en sus callejuelas apretujadas y en su amplia franja de perfecta arena blanca.
Para los aficionados a las playas, Boca Chica presenta sus mejores colores un día de semana, al caer la tarde, cuando el sol se muestra más benigno. Con el balneario despejado, se puede disfrutar de su belleza mansa, columpiarse en sus aguas tibias y esperar que el atardecer se estampe enrojecido sobre su limpio cielo. Desde Andrés, con las chimeneas humeantes del ingenio al fondo, se podrá escuchar el chapoteo de los peces que, en cardúmenes alegres, vuelan sobre la superficie. Antes de sonar un beso con sabor a sal.