Los fans de Nadal hemos disfrutado de victorias agónicas (muchas) y de derrotas bien encajadas (pocas). Nos ha dolido hasta el cabello de puro agotamiento transferido, no hemos roto raquetas contra el suelo porque sabemos perder, hemos lagrimeado con el himno nacional de España y hemos visto a los franceses coronarnos reyes de Roland Garros, que es como decir Versailles. Eso es más que ganar al tenis.
Es decir… hemos gozado un mundo.
Éramos jóvenes cuando él salía a la pista con pantalones pirata y se nos encogió el corazón cuando en la final de Wimbledon 2008 consoló a Roger Federer (que lloraba) por haberle ganado.
Rafael Nadal es el mejor deportista español de la historia. Ha creado una mística que transciende el deporte y que nace de las lecciones de vida de su tío y entrenador, Tony Nadal. Ha vivido la fama y el éxito sin escándalos ni excentricidades, tiene unas opiniones políticas sensatas y colaboraciones benéficas con las que identificarse.
Como en el universo de las redes cualquier cieno es posible, también tiene su club de haters; gente sin vida propia a la que le bastaría no seguir el tenis para no vivir enfadados. Pero por algo existe la expresión “alimentar el odio”: es adictivo.
Se retira Rafael (su familia no le llama Rafa, aunque suene raro. ¡Vamos, Rafael!, como que no pega) y ahora seguiremos la batalla entre Jannik Sinner y Carlos Alcaraz, aunque no con las misma entrega (por el momento). Y buscaremos los torneos femeninos, cada vez más divertidos, con Jasmine Paolini como preferida.
Nadal ha alargado demasiado su carrera, dicen los especialistas. Pero si a alguien se le perdona la insistencia es a él. Como a los protagonistas de Casablanca, siempre nos quedará París. O sea, Nadal.