Desde la muerte de Trujillo hasta la fecha es mucho lo que se ha escrito acerca de la corrupción administrativa en la República Dominicana. Sin embargo, de la otra corrupción, la no administrativa o corrupción privada, es muy poco lo que ha dicho, a pesar de que diariamente recibimos de ella sus letales efectos.
A los dominicanos solo parece preocuparle el derroche de los recursos del Estado llevado a cabo por un determinado funcionario; pero no así las prácticas fraudulentas en que fuera de la administración pública se incurre cuando se brinda o solicita un servicio. Con tal de lograr un propósito, en esta tierra de Duarte, Caamaño y Luperón, todo vale. No creo que exista otra parte del mundo en la que como la patria dominicana tenga tanta presencia el famoso principio maquiavélico aquel de que «El fin justifica los medios»
Por eso estamos sumergidos, no solo en una grave enfermedad llamada “tigueraje”, al decir de nuestro reputado siquiatra, José Dúnker, sino en la cultura del fraude, del engaño o del aprovechamiento. Por eso debemos estar siempre a la defensiva.
Por eso el mecánico, el plomero, el técnico de radio o televisión, el abogado, el médico, etc., te dobla y hasta triplica el costo normal del servicio prestado si te ven la cara de forastero, si andas en un buen vehículo o saben que vives en un sector residencial.
Los casos sobran y se repiten todos los días:
Un plomero, para corregir una filtración en mi casa, cuya labor tardó solo cuarenta minutos me solicitó el pago de cuatro mil quinientos pesos. Casi me da un paro cardíaco. Se produjo el natural regateo y el estafador con traje de plomero, aceptó que le pagara solo mil pesos.
En 1999 solicité en Santiago los servicios profesionales de un abogado y profesor universitario (Q.E.P.D.) con tal de recuperar los doscientos mil pesos que el administrador de una empresa constructora no pretendía devolverme, después de haber violado el contrato de venta de un apartamento. El estafador con traje de abogado recuperó el dinero, pero para que este llegara a mis bolsillos tuve que someter el caso ante la fiscalía del distrito judicial de esta ciudad, entonces encabezada por el después candidato a la presidencia del país, Abel Martínez.
Un hermano nuestro va a un taller a cambiar el tambor de su carro. En lo que montaban la pieza supuestamente nueva se ausentó durante media hora. Cuando regresó, ya la pieza estaba instalada. ¿Cuál? La misma que estaba dañada.
Un anciano residente en San José de las Matas recibe de su hijo, radicado en Nueva York, un moderno televisor. Lo enciende y al notar que no funcionaba, arranca en su B.M.W y se lo lleva a un técnico en Santiago. El televisor estaba en perfecto estado, pero el don no sabía manipularlo. Consciente de eso, el ladrón con traje de técnico tomó el soldador, quitó varias piezas falsamente en mal estado, y le dijo al hombre que debía comprarlas, traérselas y regresar al día siguiente a buscar el aparato, no sin antes decirle que el trabajo valía ochocientos pesos. Cuando el anciano volvió un día después al taller, esta vez se presentó en un lujoso y moderno carro marca Lexus. Esto fue más que suficiente para que nuestro técnico, en lugar de ochocientos, le cobrara mil cuatrocientos pesos, a los que hay que añadir a su favor, las piezas nuevas compradas.
Una pariente nuestra le cogió con practicarse una cirujía plástica en la nariz. Más de un cirujano honesto le había dicho que médicamente esa cirugía no procedía. Ella, sin embargo, insistió, y habló con un famoso estafador con traje de cirujano plástico de la Ciudad Corazón, entonces muy ligado a los medios de comunicación, el cual simuló haber realizado el procedimiento quirúrgico, después que ella le depositara en su cuenta la suma de cinco mil dólares.
En el municipio de Cabarete, Puerto Plata, hace ya veinte años, un domingo de playa cualquiera llegué y estacioné mi carro justamente frente a un taller de mecánica. Cuando intenté encenderlo para regresar a mi casa, por más que luché, no pude lograrlo. No tuve más que cruzar la calle y solicitar ayuda a uno de los mecánicos del precitado taller, quien muy seguro de cuál podía ser el fallo, acto seguido limpió los polos de la batería, y en no más de dos minutos, todo estaba listo: el carro encendió de inmediato. Cuando le pregunté por el costo del servicio, no lo pensó dos veces: «Seiscientos pesos» – me respondió fríamente. Ya todos se imaginarán el valor de ese monto veinte años atrás.
A pesar de que yo andaba con dinero suficiente, entendí que por tratarse a todas luces de un aprovechamiento con ribetes de “tigueraje”, no debía pagar esa cantidad, razón por la cual se me ocurrió decirle: «Apenas tengo ciento cincuenta pesos. O te quedas con el carro o aceptas los ciento cincuenta pesos…». Para mi sorpresa, sin regateo alguno, tomó el dinero que le ofrecí, y se marchó de lo más tranquilo.
Todo lo antes expresado reafirma lo que siempre ha dicho uno de mis hermanos: «En nuestro país, un cliente más que un cliente, es una verdadera y permanente víctima …»
Quizás se deba a que la conducta irregular de muchos funcionarios y servidores públicos, por el rol que desempeñan, impacta más en el seno de la población, pero lo cierto es que la corrupción privada, en la República Dominicana, es tan dañina y común como la corrupción pública o administrativa.