De todos los artículos leídos desde las primeras horas del pasado miércoles, ninguno me ha parecido más certero que el publicado por el columnista del New York Times Carlos Lozada con el título «Dejen de pretender que Trump no es lo que somos».
Por muy sesudo que parezca, cualquier otro análisis que pretenda entender la derrota de Kamala Harris por causas que ignoren que Trump es a los Estados Unidos lo que la uña al dedo, andará desencaminado y no contribuirá a que las estrellas sean visibles en esta oscuridad que se cierne sobre el futuro inmediato de ese país.
El mundo occidental ha tenido, sigue teniendo, una imagen hollywoodense de los Estados Unidos. Esplendor fascinante, formas civilizadas, tolerancia, apertura, liberalismo, democracia, cultura y «melting pot» como insuperable prueba de diversidad. Un Estados Unidos inspirador y referente del modo en que nos parece bueno vivir como individuos y como sociedad.
Pero los Estados Unidos no son eso, o no lo son mayoritariamente. Son la sociedad que retrata, por ejemplo, la serie Ozark, con su ignorancia rampante, pobre o pobrísima, violenta, desestructurada, reprimida por el predominio de fariseos evangelistas. La que descree de la ciencia, la que parió al Ku Klux Klan y mantuvo la segregación racial hasta bien entrados los años sesenta. La que disparó el revólver de James Earl Ray, el asesino de Martin Luther King. La que puso la rodilla de Derek Chauvin en el cuello de George Floyd hasta asfixiarlo.
Es también la sociedad que comete 1,800 feminicidios al año (cifra de 2019), que ha violado alrededor del 20 % de sus mujeres y sometido a violencia de género a una de cada cuatro. La que trafican anualmente para el comercio sexual entre 15.000 y 50.000 mujeres, estadounidenses y de otras nacionalidades. Donde ser mujer expone a un riesgo de muerte 21 veces mayor que el de sus congéneres en otras economías desarrolladas.
Acierta el articulista Losada al decir que Trump ha cambiado la autoimagen de los estadounidenses «al revelar lo normal y lo verdaderamente estadounidense que es». Y esa identificación incluye su misoginia, su procacidad, su desprecio a la democracia y al adversario convertido siempre en enemigo, su intolerancia cerril, su relumbrón de rico, su xenofobia.
Porque es un verdadero estadounidense, a sus votantes no les importó el asalto al Capitolio el 6 de enero de 2020, ni reaccionaron en castigo a los demócratas por el estado de la economía, las guerras, la inflación o el desempleo. Tampoco los impulsó el manido desencanto con el «establishment» y las élites políticas tradicionales. Los decidió que Trump, convertido en espejo, los refleja. Con él en la presidencia, podrán vivir por procuración su verdadero yo individual y social con raíces profundas en su origen como nación.
Trump no es un accidente en la vida ni en la historia de los Estados Unidos, es su producto. El mundo no debe rasgarse las vestiduras porque haya vuelto a ganar.