Donald Trump vuelve a la Casa Blanca. Lo hace con aires épicos: un atentado de muerte, tres procesos judiciales, cuarenta y ocho imputaciones y una condena. Su victoria electoral tuvo la talla de sus adversidades: casi 73 millones de votos, que representan el 51 % de los sufragios.
Su regreso no fue rutinario; vino acreditado por algunas marcas: a) el segundo presidente de los Estados Unidos que logra dos mandatos no consecutivos después de Grover Cleveland en el siglo XIX; b) vence a dos mujeres en distintas elecciones como candidatas demócratas (Hilary Clinton y Kamala Harris); c) gana el voto popular, perdido por los republicanos hace veinte años, desde las elecciones de 2004 en las que George W. Bush venció al demócrata John Kerry; d) se convierte en el hombre de mayor edad cuando asuma la presidencia, con 78 años; d) penetra y quiebra el llamado blue wall (muro azul) conformado por los 18 Estados que han consolidado las victorias de los candidatos demócratas desde el 1992 y gana en cuatro de los siete clave que definen la victoria en las elecciones presidenciales: Carolina del Norte (16 votos electorales), Georgia (16), Pensilvania (19) y Wisconsin (10).
Trump recibe así el apoyo mayoritario de los votantes conservadores, hombres, jóvenes sin titulación y, en un sorprendente giro, de latinos, aparte de su plataforma tradicional de simpatizantes de la zona rural y evangélicos. Su victoria es un triunfo de la derecha, en un duelo de extremos donde a Harris se le percibía muy a la izquierda y a Trump muy a la derecha. Al final decidió el conservadurismo que en las últimas décadas ha enrumbado a la sociedad americana. El candidato republicano supo jugar con los temores del futuro y la pérdida del american dream por el creciente flujo de inmigrantes como amenaza a la identidad y a las costumbres de la nación. En ese sentido, a su incondicional voto dogmático se le sumó otro emotivo.
Las hojas de análisis sobre esta victoria ya empiezan a circular. Las más liberales indican que la fortaleza de Trump es la debilidad del sistema político americano. Así, el New York Times asume su triunfo “como un giro sombrío para la democracia estadounidense” o “un paso hacia la incertidumbre”. Otras, de igual corriente, la atribuyen al estrecho tiempo que tuvo Harris para armar una candidatura competitiva. Un poco más de honestidad nos obliga a admitir que Trump tuvo sus propios méritos al poner en marcha una aventura jurásica que tropezó con soberbios escollos y que aquel cataclismo que representaba su regreso fue una profecía tremendista que no caló en un electorado receloso. El triunfo de Trump fue inequívoco, como para que no quedaran dudas de que “el monstruo” aparenta horrendo, pero no muerde.
Trump, mejor asesorado esta vez, logró imputarle a la vicepresidente Kamala Harris los desaciertos de una gestión “mentalmente ausente” de Biden, quien, a pesar de un desempeño económico aceptable en el último año, no pudo comunicarlo asertivamente a su nación. A pesar de reducir la inflación a un 2.4 % en septiembre, la percepción que quedó de la administración demócrata era que el país marchaba por la dirección equivocada y que la economía andaba mal. Revertir esa opinión de más del 70 % de los electores era difícil, sobre todo para una candidata “izquierdosa” comprometida con esa gestión. Recordemos una reciente encuesta de la Gallup, en la que 54 % de los votantes creía que Trump manejaría la economía mejor que Kamala Harris. De esta manera, el bolsillo siguió decidiendo, pese a la personalidad excéntrica de Trump, que ha sido su peor enemiga.
Pero la marca de Trump fue la inmigración. Su duro discurso con este tema lo puso a ocupar un puesto de primera atención entre las inquietudes de los electores, al punto de que, según la encuesta Gallup, siete de cada diez votantes lo consideraron importante. De esta manera Trump alinea a los Estados Unidos en la constelación de los gobiernos occidentales que vuelven a la identidad cultural como respuesta a las presiones de la globalidad, la misma que ha usado esa nación para influir en los patrones de vida y cultura de las demás.
Una de las bondades regateada por el fanatismo a Trump es reconocer que, al menos discursivamente, el expresidente ha privilegiado a la “nación” antes que al “imperio”, intención implícita en la consigna “Primero América”. En ella se propone atender los problemas domésticos como la economía, la inmigración/seguridad fronteriza y el empleo primero que los conflictos geopolíticos, prioridad que supondrá una imperativa remodelación de la política exterior estadounidense, marcada por el intervencionismo muchas veces inconsulto.
Trump se promovió como el “candidato de la paz” y en esa pretendida condición cuestionó los gastos de la administración Biden en su apoyo a Ucrania. Sus promesas de poner fin a la guerra en Ucrania “en 24 horas” y acabar con el conflicto en Gaza puede que sean quiméricas, pero al menos el exgobernante probó, en su pasada administración, que no promueve guerras y que su mayor interés son los desafíos internos. Lo que no termino de entender es cómo algunos opinantes no estadounidenses, especialmente latinoamericanos, hablan del riesgo de que Estados Unidos ceda su liderazgo en la conflictividad internacional, cuando en el mundo se bate una corriente cada vez más ancha que aboga por un entorno global multipolar. Creo que una política menos injerencista de los Estados Unidos es consistente con un esfuerzo global para distender las relaciones internacionales y auspiciar la paz. En ese punto, pienso que el presidente Trump tendrá oportunidades inmejorables.