Santo Domingo camina decidida hacia la hostilidad. Era una ciudad agresiva con el peatón y en una lógica e inexorable escalada lo es ya para el que tiene el privilegio de moverse en aire acondicionado oyendo música.
Es una ciudad inmovilizada e inmovilizante. No permite hacer más de dos diligencias al día y promueve el consumo de ansiolíticos.
Ya ha comenzado el éxodo, el otro éxodo: Una reconocida profesional que decide salir del cuadrante Naco Piantini incapaz de soportar más densidad, esa que aprueban sin remordimiento los que otorgan los permisos de construcción.
Una joven divorciada con un hijo de tres años deja un buen empleo y se va al interior: imposible manejar una vida normal. Tres horas al día en traslados anulan el espíritu de cualquiera. Dos matrimonios ya maduros venden todo y se instalan en otra ciudad más vivible.
Los que emigraron a las nuevas ciudades del Este son otra categoría, siguen la estela de los que se fueron a pasar la pandemia a La Romana y no volvieron.
Este éxodo es lento pero continuo. Es elegido pero no necesariamente voluntario. Es un goteo que no se cuenta en mudanzas y acarreos de ajuares en la carretera pero que empieza a salir en las conversaciones.
Los jóvenes tienen que ser ricos para vivir como la clase media vivía hace unas décadas y los mayores tienen que ser más ricos para envejecer con comodidad en la ciudad. En el interior, cuentan los que han elegido esta dirección, se maneja uno mejor.
Cuenta un estudiante en Monción que los jóvenes del pueblo se van directamente a Estados Unidos, (legal o ilegalmente) porque la capital no es ya un objetivo atractivo. Los que se quedan ya no dicen “aquí se vive más tranquilo”. Directamente… “aquí se vive mejor”.