Los impuestos, en esencia, representan una transferencia de recursos del ciudadano al Estado, una reducción directa de su capacidad de gasto. Cada pago del contribuyente es una cesión de su poder adquisitivo bajo la premisa de que el Estado, a través de la inversión pública, administrará esos fondos con eficiencia y en beneficio del bien común. No está demostrado, empero, que el Estado sea un mejor administrador que el consumidor.
Las dudas con los impuestos en nuestro país radican, tradicionalmente, en la incapacidad probada del sector público para usar correctamente los recursos, siendo la corrupción y el derroche pruebas al canto. Con demasiada frecuencia, el ciudadano siente que los servicios recibidos no justifican el nivel de los tributos pagados.
Pagar impuestos es, en cierta medida, un voto de confianza en el Estado, obligado a devolver ese sacrificio ciudadano en forma de buenos servicios públicos, seguridad y equidad. Los problemas del clientelismo, burocracia ineficiente y gasto público cuestionable minan esa confianza.
No obstante, los impuestos también cumplen una función crucial en la búsqueda de equilibrio social. A través de la redistribución de la riqueza, permiten que sectores vulnerables accedan a servicios esenciales, como salud y educación, promoviendo un mayor nivel de justicia social. Sin servicios públicos de calidad que reflejen ese esfuerzo tributario, el sistema pierde legitimidad. La clave está en que el Estado debe demostrar su capacidad de gestionar esos recursos de manera efectiva, justa y transparente, evitando caer en excesos que, en lugar de beneficiar a la población, erosionen la confianza en la institución pública. Los impuestos no deben ser un lastre, sino un instrumento de desarrollo compartido. Eso aún está por verse.