El Departamento de Estado de los Estados Unidos publica de forma permanente un aviso de viaje (travel advisory) para cada país del mundo. El objetivo es advertir a sus ciudadanos sobre los riesgos que asumen al viajar a cualquier destino fuera de su país.
En una escala de cuatro niveles, el Departamento de Estado gradúa estos peligros según los siguientes criterios: uno, precauciones normales; dos, advertencia incrementada; tres, reconsiderar el viaje; y cuatro, no viajar.
Para el caso de la República Dominicana la recomendación se sitúa normalmente en el nivel dos, y como condiciones que tipifican tal advertencia suele citarse la criminalidad violenta, que incluye robo armado, homicidio y asalto sexual.
Si aplicáramos recíprocamente los parámetros usados por el Departamento de Estado para viajar a los Estados Unidos, ese país ocuparía igual puesto que la República Dominicana con tendencia al nivel tres. Y los datos no nos rebaten.
Empecemos por el parámetro más revelador: el Índice de Paz Global (Global Peace Index) que publica el Institute for Economics and Peace y que cubre un promedio de 161 naciones. Este indicador mide el nivel de paz y la ausencia de violencia en un país. El pasado año los Estados Unidos terminaron en el puesto 131 del ranking de paz global, lo que lo califica como un país peligroso. Lo grave es que esa posición ha tenido pocas variaciones, moviéndose entre los puestos 126 al 131 en los últimos once años. Para que se tenga una idea comparativa, la República Dominicana el año pasado ocupó el puesto 83; este año se sitúa en el 97.
El otro problema de la sociedad estadounidense es que vive sobre un polvorín de armas de fuego y es uno de los pocos países del mundo en darle protección constitucional al derecho a tener y portar un arma, en virtud de la Segunda Enmienda a la Constitución, adoptada el 15 de diciembre de 1791. Hoy esa nación es la única del planeta donde hay más armas que civiles, con una tasa de 120 armas por cada 100 habitantes. Según el registro estadístico de Gun Violence Archive, el año pasado murieron solo por violencia con armas de fuego 18,854 personas y hubo 36,338 heridos. Los estudios sobre el tema concluyen que un estadounidense tiene 25 veces más probabilidades de recibir un disparo mortal que un residente de otras naciones de altos ingresos y 128 veces más probabilidades de morir de violencia armada que de terrorismo. En contraposición a la violencia armada estadounidense, la dominicana resulta de la conflictividad social (crímenes pasionales, domésticos, intrafamiliares y de convivencia) más que de delincuencia ordinaria, en una relación de seis, la primera, contra cuatro, la segunda, por cada diez casos.
Hace cuatro meses la prensa mundial destacaba el desesperado llamado del cirujano general de los Estados Unidos, Vivek Murthy, a declarar la violencia armada como “crisis de salud pública nacional”. Destacaba Murthy que “la tasa de mortalidad por armas de fuego entre los jóvenes estadounidenses es casi seis veces superior a la de Canadá, casi 23 veces superior a la de Australia y casi 73 veces superior a la del Reino Unido”.
La violencia causada con armas de fuego le cuesta a los Estados Unidos unos 280,000 millones de dólares cada año (algo más de dos veces el PIB de la República Dominicana) en hospitalización y costos sociales de recuperación. Justamente el promedio de ventas de las principales empresas fabricantes de armas de los Estados Unidos, Boeing, Lockheed Martin, Northrup Grummand y Raytheon, se sitúa entre los 100,000 y 200,000 millones de dólares anuales, concentrando, ese oligopolio, el 40 % de las exportaciones mundiales de armas.
Otra dimensión oscura de la violencia es que Estados Unidos es uno de los primeros países del mundo occidental en delitos de odio (prejuicios, discriminación, animadversión y otros sesgos) con reportes de entre 10,000 y 15,000 incidentes por año, sin considerar que apenas un 20 % de estos casos son denunciados. La mayoría de los tiroteos masivos que ya forman parte de la cultura de violencia de los Estados Unidos están motivados por odio.
La polarización política que hace algo más de una década ahonda la división de la sociedad americana se ha erigido en un agresivo catalizador de esa violencia, marcada por una retórica incendiaria del debate electoral. Tal circunstancia pone a ciertos estudiosos a proyectar la ocurrencia de un cuadro de terror político. Sobre esa base, el Chicago Project on Security & Threats estimó en un estudio reciente que alrededor del 10 % de los adultos estadounidenses, equivalente a 26 millones de personas, apoyan el uso de la fuerza para impedir que Donald Trump llegue a la presidencia, mientras que el 7% de los adultos estadounidenses, equivalente a 18 millones de personas, apoyan el uso de la fuerza para restaurar a Donald Trump en la presidencia. Esa violencia ha mostrado su cresta con el atentado al expresidente Trump y podrá generar no pocas tensiones de mantenerse una diferencia tan estrecha entre los candidatos presidenciales.
Una creencia de fuerte arraigo ideológico en el sector conservador ha sido culpar a la inmigración del deterioro del sistema de convivencia social y de disolver los valores que construyeron el american dream. Donald Trump pretende redimir la identidad americana, esa que a juicio conservador se ha viciado con costumbres y culturas extrañas, por eso apela a cualquier motivo, real o ficticio, para crear y trasmitir el miedo por tal “amenaza”. Esa ha sido la razón de que tomara un errante rumor de una persona anónima en Facebook que comentó su sospecha de que, en una casa habitada por haitianos en la comunidad de Springfield, Ohio, se comieron un gato. Trump manipula con la hipérbole y crea un cuadro de conmoción para enardecer un ejército de sumisos seguidores en contra de la inmigración.
La pena es que una buena parte de los electores americanos, concentrados especialmente en el centro y sur del país, creen que en los países de donde proviene la migración prevalecen estructuras animistas, primitivas y tribales de vida. Esa gente no viaja, no conoce otras latitudes y tiene una cosmovisión sesgada del mundo. Para un granjero de Idaho, un porcicultor de Wyoming, un agricultor de Mississippi o un jornalero de cualquier condado de Tennessee, el mundo empieza y termina en los Estados Unidos.
Si los haitianos comen perros y gatos, no estoy enterado. Lo hacen en China, Indonesia, Camboya, Filipinas y Vietnam. Esas nacionalidades suman más inmigrantes que la comunidad haitiana en los Estados Unidos. Es más, según la ONG Humane Society International, unos 30 millones de perros son sacrificados cada año en Asia, práctica que, al menos en forma pública, no se da en los Estados Unidos. Lo que a los electores americanos debiera preocuparles es el escalofriante balance de muertes humanas (y no de mascotas) que deja cada año la violencia de su “iluminada civilización”, situación que agrieta peligrosamente la convivencia de una sociedad obligada a la tolerancia por su diversidad multicultural. Lo demás son ladridos de perros callejeros…