La constante tradición autoritaria en nuestra región latinoamericana, la cual ha erosionado las instituciones democráticas y el principio republicano promoviendo reformas normativas para “legitimar” el continuismo en el poder, ha llevado a la Corte Interamericana de Derechos Humanos a manifestarse en aras de garantizar las disposiciones de la Convención Americana De Derechos Humanos, para hacer efectiva una mejor tutela del derecho a la democracia.
La tutela de los derechos humano y de los derechos fundamentales y, por tanto, de la dignidad humana, es un mandato esencial del Estado Social y Democrático de Derecho establecido en la Constitución Dominicana del 2010, que obliga a los operadores jurídicos y políticos a asumirlo de forma permanente.
Ese proceso, inherente a las transformaciones derivadas del nuevo paradigma del Derecho contemporáneo, está signado por la conjunción de fenómenos como la “cultura de los derechos” y el “giro argumentativo” (Atienza), que expresan “la superación de la tradicional concepción del derecho… de corte positivista y formalista” (Alfonso García Figueroa).
Fenómeno que plantea un impacto novedoso y decisivo en todo el Estado, esencialmente en el ordenamiento y las prácticas políticas e institucionales, como ordena el artículo 68 del texto constitucional dominicano, cuando expresa que “los derechos fundamentales vinculan a todos los poderes públicos”, lo que demanda el fortalecimiento de las prescripciones normativas y del rol de las instituciones responsables de mejorar la tutela de los derechos y los principios democráticos. Siendo, además, congruente con el Sistema Interamericano de Derechos Humanos que en su artículo 32.2, relativo a la construcción y materialización del “bien común”, establece que el Estado debe procurar: “La organización de la vida social en forma que se fortalezca el funcionamiento de las instituciones democráticas y se preserve y promueva la plena realización de los derechos de la persona humana”.
En otras palabras, se precisa de un activismo permanente para que las normas, como factor de transformación social, operen como “mandatos de optimización” de los principios del ordenamiento legal existente (Alexy), trascendiendo los límites de las instituciones legales y políticas del estado liberal, propios de “sociedades disciplinarias” (Foucault), donde el poder era fundamentalmente ejercido de forma externa a través de las instituciones tradicionales del sistema, las cuales han mutado para convertirse en “sociedades de rendimiento” (Byung Chul Han), en las que predomina la optimización permanente de las técnicas de racionalización y mejora.
Lo anterior es primordial para entender la lógica progresiva que debe orientar a las autoridades e instituciones en el Estado Social y Democrático de Derecho a la hora de garantizar prácticas políticas y jurídicas que sean efectivas para alcanzar “ciertos fines y valores” que incidan en la realidad social específica donde se desarrollan (Ferrajoli).
En tal sentido, fortalecer el derecho a la democracia y consolidar sus instituciones representativas, para garantizar el pluralismo político y la alternancia en el poder, implica la protección del sistema de “frenos y contrapesos”, como figura clave en el contexto del presidencialismo nacional y regional, que desde sus inicios ha sido víctima de las pretensiones absolutistas y continuistas de líderes y partidos políticos que actúan en desmedro del marco democrático e institucional.
Allan Brewer Carías, un inmenso jurista del derecho público y gran amigo de la República Dominicana, expresó que, desde la primera Constitución hispanoamericana, la Federal de los Estados de Venezuela del 1811, previa a la de Cádiz del 1812, se estableció el principio de alternabilidad republicana para evitar los intentos de perpetuarse en el poder, alertando en el artículo 188 que: “Una dilatada continuación en los principales funcionarios del Poder Ejecutivo es peligrosa a la libertad, y esta circunstancia reclama poderosamente una rotación periódica entre los miembros del referido Departamento para asegurarla”. Incorporando, desde el inicio del constitucionalismo latinoamericano, el principio de rotación de los titulares y funcionarios del Poder Ejecutivo.
Por su parte, el jurista Cristóbal Rodríguez Gómez, ha señalado que tanto el artículo 95 de la primera Constitución Dominicana de 1844, como las reformas de 1865 y 1866, tutelaron el principio de alternabilidad en el poder, el cual fue ratificado por las reformas de 1874, 1875, 1878, 1880, 1881, 1887 y 1896, solo por aludir a los primeros 50 años de la vida republicana nacional.
Pero, en sentido contrario, hay que destacar, como también apunta Rodríguez Gómez, que el tema del continuismo fue el motor del golpe de Estado del 23 de febrero del 1930, justificado como una acción en respuesta a las reformas impulsadas para prolongar el mandato presidencial y la reelección indefinida del Presidente Horacio Vázquez, teniendo como consecuencia esa “larga noche que fue la dictadura de Trujillo”.
En el devenir político e institucional de la nación, deben destacarse, también, los intentos de reelección y continuismo así como intento de su limitación, posterior al ajusticiamiento de Trujillo en los años 1966, 1994, 2002, 2010 (con la eliminación del nunca más que se había establecido en el 2002), como en el 2015 y, finalmente, la crisis del 2019 en la que un sector del partido en el gobierno trató de impulsar una reforma para un tercer mandato consecutivo, lo que terminó fracturando esa organización política.
A lo largo de la historia de nuestro país y de Latinoamérica podemos encontrar numerosas manifestaciones que muestran las intenciones y maniobras de los detentadores del poder para alterar las reglas democráticas, propiciando el continuismo y la degradación institucional en aras de preservar el poder.
Una muestra alarmante de lo anterior fue que en Bolivia, Hondura y Nicaragua se llegó a plantear, en sus respectivos tribunales constitucionales, que la reelección indefinida constituía “Un derecho Humano”, contrariando la Carta y la Convención Interamericana de los Derechos Humanos.
En tal sentido, Asdrúbal Aguiar ha planteado, que: “La adopción de la Orden Consultiva OC-28/21… proscribe el fenómeno de la perpetuación en el ejercicio del poder… y reafirma la existencia de un derecho humano a la democracia, totalizador e integrador del plexo de los derechos humanos que reconocen y aseguran… La Convención Americana De Los Derechos Humanos, La Declaración Americana De Los Derechos Del Hombre (1948) y la Carta Democrática Interamericana (2001)”.
Es pues la tradición autoritaria latinoamericana la que proporciona, en palabras de Frank Fisher, “los aspectos fácticos de los argumentos”, para petrificar “el nunca más” a fin de erradicar el continuismo presidencialista.
Como es evidente, abundan las normativas, sobre todo de nivel constitucional e internacional, tendentes a garantizar y tutelar la alternancia en el poder como parte inescindible del derecho a la democracia, a partir del establecimiento de “frenos y contrapesos” que anulen o modulen la vocación autoritaria del presidencialismo en contextos sociales y normativos de precaria tradición democrática, como los nuestros. Lo que no es más que un intento de imposibilitar, en la mayor medida posible, las maniobras políticas y jurídicas tendentes a burlar el ordenamiento democrático y su debida tutela.
Es, precisamente, con ese trasfondo histórico, que actualmente discurre la discusión en nuestro país respecto a la necesidad de blindar el ordenamiento jurídico de las permanentes tentaciones autoritarias, garantizando una mayor vigencia de los principios y valores democráticos que permitan la alternancia en el poder y la renovación permanente de la legitimidad democrática. Planteamientos que motivan y sustentan la reforma constitucional remitida por el Presidente Abinader, procurando “blindar” el principio republicano del “nunca más”, mediante el fortalecimiento de controles que “oxigenan” el ejercicio de la democracia y un mejor funcionamiento del ordenamiento institucional.
Con esos fines, se añadiría al artículo 268 de nuestro texto constitucional una cláusula pétrea para que sea inmodificable la forma actual de gobierno garantizando la estabilidad constitucional de la reglas de elección presidencial, haciendo, como ha establecido el jurista Olivo Rodríguez, una especie de “desgrane” respecto a la naturaleza republicana y democrática de nuestro régimen político; o como señala Ricardo Rojas León, citando a Richard Albert, constitucionalista norteamericano, “un desarrollo” de la característica de nuestra democracia.
Permitiéndome agregar, inspirado en la opinión consultiva OC-28/21 de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que de lo que se trata es de “complementar” con esta propuesta en el plano normativo, concordante con los principios y valores de la Convención Americana de Derechos Humanos, es “una medida idónea para asegurar que una persona no se perpetúe en el poder”. La traumática historia de nuestro país, a propósito de las intenciones y experiencias continuistas, constituye el fundamento y la justificación que avala y legitima, conforme interpreta la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la iniciativa del Ejecutivo en procura de una mayor calidad democrática.
En el devenir político e institucional de la nación, deben destacarse, también, los intentos de reelección y continuismo así como intento de su limitación, posterior al ajusticiamiento de Trujillo en los años 1966, 1994, 2002, 2010 (con la eliminación del nunca más que se había establecido en el 2002), como en el 2015 y, finalmente, la crisis del 2019 en la que un sector del partido en el gobierno trató de impulsar una reforma para un tercer mandato consecutivo