“Entonces bendijo el séptimo día y lo declaró día sagrado, porque en ese día descansó de todo su trabajo de creación”. Si domingo, asueto. Y en el silencio, espacio para la introspección y el flujo de conciencia, al estilo del Leopoldo Bloom de James Joyce, en el parque a solas con sus conflictos internos.
Mejor retrato del discurrir dominical aparece en la pintura de Georges Seurat, Un domingo por la tarde en la isla de Grande Jatte, convertida en sensación teatral por Stephen Sondheim bajo el título de Sunday in the Park with George. En medio del Sena, los trazos puntillistas del francés acentúan la sensación de calma y quietud de quienes se benefician de la holganza prescrita en la tradición cristiana.
Lejos estamos los capitaleños de disfrutar de los parques como escenarios clave para la observación de la vida cotidiana y el ocio, mucho menos en domingo en el Mirador sur, el pulmón urbano más importante que la alcaldesa Carolina Mejía cuida. En el respiro antes del agobio del lunes, aquello es un pandemonio: equipos de sonido al máximo de decibelios, bullicio de mercado y cultos y prédicas a todo volumen de quienes en la obsesión proselitista olvidan que, si se ama al prójimo como a uno mismo, jamás se le estropea el descanso que el Señor ejemplificó.
La amenaza a la serenidad del domingo en el vedado arranca con el desmadre del tránsito, los tubos de escape modificados para incordiar y el Centro Cristiano Soplo de Vida, cuyo aliento de espiritual tiene poco y sí mucho de comercio y atropello a los vecinos del Mirador.
Los domingos capitaleños en el parque son de manicomio, de oídos maltrechos y derechos martirizados.