La energía es uno de los temas centrales en la vida de las naciones. Esa posición de privilegio en la agenda pública responde, entre otras razones, a que dejó de ser un asunto sectorial para convertirse en un problema civilizatorio, macroeconómico y con densas ramificaciones geopolíticas. Las variaciones en la percepción ciudadana sobre la cuestión energética afectan a la estabilidad de los gobiernos, en tanto que los cambios en las condiciones de los mercados internacionales de combustibles determinan el rumbo en la reconfiguración del orden mundial.
Quizá, la dificultad de su gestión resida en que fuerza a una elección “trágica” entre distintas realidades cronológicas. Por ejemplo, es evidente que los megaproyectos energéticos no suelen desarrollarse e inaugurarse en el marco temporal de un período gubernamental, o que la transición renovable es más lenta de lo que quisieran los estados dependientes de la importación de hidrocarburos. Relevante, el reclamo de la sustitución de los combustibles fósiles es acompañado por un aumento del consumo de energía y, como expresó el científico Vaclav Smil, “incluso una transición radical requeriría varias generaciones”.
El tiempo de la energía y los ritmos de la democracia no siempre son coincidentes. El reloj electoral no debería ser el cronista de las políticas energéticas y ante escenarios de reforma, sería conveniente desconfiar de quienes presentan soluciones subestimando, por ejemplo, el impacto de las rupturas y convulsiones en la esfera internacional. Valorar la posibilidad de interrumpir las tendencias globales en el campo de la energía es tan ingenuo como negar la influencia de la geografía, la demografía o el clima en la capacidad de resiliencia del sector eléctrico.
Esa relación diacrónica entre la democracia y la energía confiere naturalidad a la oscilación en la toma de decisiones. Existen escasos espacios institucionales para sostener una visión de Estado a salvo de lo instantáneo y de los debates precipitados. La dimensión transversal de la energía hace que pensemos antes en los datos de inflación que en las líneas de transmisión, y que parezca lógico convertir la tarifa eléctrica en un mecanismo idóneo para la disputa política.
Además, la interrelación entre los medios de comunicación y las empresas energéticas genera dudas ante la formulación de cualquier juicio, aunque su fundamentación sea técnica. Los gobiernos están abocados a librar una batalla en dos frentes: el mediático y el social. Esa desventaja estratégica, la necesidad de operar tácticamente en terrenos con intereses rara vez comunes, obliga a la prudencia y a un comportamiento institucional que transforme los potenciales conflictos en oportunidades razonables de negociación.
La desconfianza hacia el “tiempo corto” tiene escasos aliados, pero cuenta con las herramientas de la planificación necesarias para construir un horizonte de esperanza. Las coordenadas de un plan energético nacional trascienden los límites de un mandato presidencial y tienen vocación de continuidad. El peso sostenido de la energía en la articulación del interés general ayuda a definir lo estructural, a identificar regularidades y redireccionamientos en la industria eléctrica, a analizar los patrones de consumo, mientras evita que caigamos en trampas lingüísticas que no sobreviven más allá de una portada.
Pensar la energía desemboca en la conciencia de la dificultad de comprender el nivel de sus interacciones e interdependencias. Ante las circunstancias descritas, es aconsejable apreciar cómo el suministro energético condiciona la existencia, el progreso socioeconómico, los flujos de información y las dinámicas de poder, para encontrar a tiempo la salida del laberinto.