El que diga que hace un mes pensaba genuinamente en que el Partido Demócrata tenía alguna posibilidad de ganar las elecciones presidenciales en Estados Unidos, es, lo que menos, un “jablador”, como dicen aquí.
El panorama para los demócratas era horrendo. Tenían un candidato que buscaba la reeleción, que a pesar de ser presidente incumbente, tenía una tasa de popularidad muy baja y era visto como una persona que su edad la había incapacitado para el puesto. Encima, el candidato opositor se proyectaba como la salida a los problemas económicos estadounidenses y un atentado en su contra elevó su popularidad entre la masa votante, incluso las minorías, que le veían como una víctima del sistema.
Eso cambió súbitamente. Ni en el seno más íntimo de los estrategas demócratas se imaginaban que la carrera presidencial daría el vuelco que ha tomado con el nombramiento de la vicepresidenta Kamala Harris como la candidata a dirigir los destinos del país.
Kamala Harris, que era una vicepresidenta opaca, a la sombra de Joe Biden y sin mucha iniciativa propia, ha despuntado con todo su talento y ha sorprendido a Estados Unidos. Se ha convertido en toda una “rock star” y hay quien la compara con el fenómeno que creo en su momento la candidatura de Barack Obama.
Con un carisma que parece haber estado oculto en la pasada campaña y en su paso por el Senado federal, Kamala Harris ha invertido a su favor los tétricos números que tenía Biden y se ha convertido en un legítimo problema para los dirigentes de la campaña de Donald Trump, que ha escogido el peor de los caminos al atacarla desde su perspectiva racial y de género, lo cual le ha ganado pocos amigos en tres grupos que había tenido grandes avances: los negros, los hispanos y las mujeres.
Es el momento de Kamala Harris, no hay duda alguna. Su debate con Donald Trump en unas semana será crucial para dar el golpe de gracia y colocarse en un camino sin retorno hacia la victoria. Sólo un error catastrófico sería su mayor enemigo y ese podría venir de Biden.