Un viejo y fraterno vecino de La Trinitaria 6 reacciona con sobrada razón a la columna pasada Sorbetes y Gelatos, al no mencionar un local que frecuentábamos 60 años atrás. Se trata de ¡Oh qué buenos! Helados, Café, sito en la San Martín al lado de la Farmacia Amparo. Propiedad de Salvador, un español buenmozo peinado a la gomina, como si fuera una suerte de Gardel detrás del mostrador. Con su impecable camisa blanca mangas cortas y el cuello abierto bien planchado. Siempre atento y cordial, con hermosa sonrisa a dentadura plena, también gardeliana. Higiénico en los detalles del local, abierto hacia la acera y el movimiento de transeúntes, con la presencia del infaltable limpiabotas y los billeteros presentes en todo negocio que se respetara en los años 50 de la Era.
Café expreso de calidad especial -el grano tostado Paliza No. 5 molido al instante, origen torrefactor de don Benito. Aroma irresistible, seductor, que invitaba a penetrar al establecimiento. Unos confortables taburetes art decó y el mesón de formica resplandeciente, con el paño húmedo listo para mantener el decoro. Frente al Colmado Ritz que esquinaba con la Braulio Álvarez, donde reinaba un sándwich de jamón húngaro glaseado y queso holandés bola roja. El Edam de tradición que turistas y cueros traían de Curazao.
Para los jóvenes de los barrios aledaños era un motivo de orgullo la apertura de esta facilidad. La heladería que merecía una zona donde se emplazaba el complejo tele radiodifusor La Voz Dominicana, dotado de Radio Teatro al aire libre, sala de cine y fastuoso Night club. A lo largo de cuya avenida se alojaban las distribuidoras de vehículos y equipos médicos, restaurantes como el Vizcaya y el Garden, cines como el Nuevo Ramfis. Y las dos cafeterías de mayor calado: la Barra Payán y la Barra Asturias. Esta última denominada Palacio del Sándwich, fuente de los emparedados de pierna más deliciosos de la capital. Don Luis, un español acariñado asistido por su madre y tía, ganó rápida fama por su laboriosidad y calidad superior. Enfrente, Payán con sus emblemáticos completos inmejorables y los derretidos que amarran. La novedosa leche batida con canela espolvoreada sobre tope espumante y el morir soñando. Jugos de frutas tropicales: lechosa, zapote, piña. Y los zumos de naranja y toronja.
Mis hermanas –que no se movían por la San Martín- se aventuraron a llegar a la heladería acicateadas por las noticias. Quedaron encantadas con las barquillas de mantecado, chocolate y fresa. Y con el rostro agraciado del español, aunque no con los piropos del enjambre masculino circundante. En plena guerra del 65 encontré al poeta Pedro Mir en un segundo local de ¡Oh qué buenos! Helados, Café frente a la casa de Petán Trujillo, sentado en la barra tomándose un expreso. Apenas pude reconocerlo. Estaba transformado, el bigote seductor había volado, las cejas profusas despobladas. Disminuido, casi imperceptible, usaba gorra de billetero. Sólo le faltaba el cuadro de billetes y quinielas. El disfraz perfecto para un dirigente clandestino del comité central del Partido Socialista Popular, cuyo nombre figuraba en la lista de los «comunistas más buscados” por las fuerzas de ocupación americanas. Al verse identificado Pedro me dijo socarrón: «soy yo». Indicándome que siguiera de largo.
Los barrios capitaleños disfrutaron de ofertas diversas. En San Carlos operó una pequeña heladería frente al parque Abreu, en la esquina que forma La Trinitaria donde se hallaba el buzón de correos y antes residiera la familia Bonetti integrada por la dinastía de los Mario. Paletas de coco, bizcocho y guayaba de San Francisco de Macorís, elaboradas por el empresario gallego Rafael Rey Peniza bajo el sello El Polo, que haría historia. Frente al parquecito de San Miguel –según Salima Vidal Dauhajre- vendían helados de cuadrito hechos de coco con una zurrapa en el fondo que le daba un toque especial, a manera de concón glaseado. En las calles, vendedores ambulantes conservaban crujientes mellizas de frambuesa en unos cajoncitos de madera, mientras desde un triciclo se servían barquillos de helado de sorbetera mantenidos en tanquecitos metálicos. En Jarabacoa hoy es fama el helado en vasito que elabora Ivon a pocos pasos del parque. Guayaba, coco, fresa, tutti frutti, con palito de balsa invertido para su manipulación. Una cita obligada cuando se visita ese acogedor recodo montañés de gente hermosa y laboriosa.
En La Romana recuerdo al cierre de la Era de Trujiillo, El Brahim, destino de los jóvenes tras la misa dominical. Amalgamados los muchachos de ambos sexos en mesas de aluminio y formica, compartían en torno a helados y batidas, en conciliación de géneros, escasa en la sociedad de entonces. Seña de liberalidad que americanos, boricuas y árabes insuflaron a las costumbres de ese sugar town singularizado por la simétrica limpieza de sus amplias calles, enramadas en los patios para el convivio, captación de señales de TV de la Isla del Encanto, bailes en la Casa de Puerto Rico y compras en la Bodega del Central Romana. En San Pedro, cuando incursionábamos junto a Kasse Acta, Vallenilla, Morbán Laucer, Freddy Prestol, Felo Haza y otros con raíces macorísanas, la visita al BB y VT era rutina en remate de helados.
Los veganos retienen de su pueblo el famoso Wisang Long de John Sang, el Patriarca, así como el Royal Palace de su hijo Santuan, con sus helados de sorbetera. Mencionan el Chatanuga Bar de Antonio Peña, la Heladería Franco y el Danubio Azul. Relatan que José Peralta Michel, al salir de la tenebrosa 40, introdujo desde su hogar helados italianos como el de pistacho. En las calles veganas se vendían paletas de bizcocho y de mantecado revestidas de chocolate hechas en Moca por Mario Fondeur en su Heladería Marion.
En los 60 circularon unos carritos de una modesta empresa llamada Jugola. En atractivas botellitas de plástico sólido que semejaban los envases de leche empleados por Rica, selladas con una tapa a color, se vendían jugos naturales casi congelados que quemaban la garganta, de guanábana, guayaba, tamarindo, coco, piña. Un producto que debió trascender lo efímero. En los 70 llegó al Cinema Centro del Malecón, al frente el cordial Víctor Carrady de Caribbean Cinemas, la franquicia Howard Johnson´s con sus policromadas batidas de ice cream y los sundaes variados. Fue como si Archie y sus amigos Verónica y Torombolo, trasladaran al país su maravillosa fuente de soda.
La gelateria italiana tuvo grata presencia en Galerías Comerciales de El Embajador. Igual complementó las sabrosas pizzas cortadas en cuadritos de la concurrida Pizzería Sorrento de Mimo frente al parque Independencia. Por largo tiempo, Capuccino ha mantenido en alto los colores de la península con sus bien logrados gelatos, parte de su oferta de pastas, cecinas y fina pastelería. Junto a los cafés que han hecho de Italia la cuna de la degustación gourmet de este grano estimulante, como el que designa al establecimiento. Uno de los mejores croissants de la ciudad -a diferencia del francés más bajo en mantequilla y ligeramente dulzón-, en versiones plain, con chocolatto o crema pastelera. Típico desayuno de los italianos aplatanados aquí.
En la Taberna del Pescador, en Juan Dolio, luego de una opípara ingesta de camarones, langosta y pescado, se podían degustar unos helados fabricados por La Hispaniola, envasados en sus recipientes naturales, para ayudar la digestión. Coco servido en su jícara, piña en su cuerpo de geométrico pelambre, zapote en su canoa marrón, mango en su cáscara. Todo el trópico al alcance de boca, para engullírselo deleitoso. Una empresa original del italiano Giovanni Gotardo. En la Max Henríquez Ureña, El Pirata Barba Roja, otro hijo de la patria de Garibaldi, tuvo un pequeño local donde ofrecía gelatos artesanales, luego mudado al Viejo Arroyo Hondo.
Frente al restaurante catalanista La Masía se instaló Marco Ferrari con su esposa Tania –una cubana de tez cobriza como la Virgen de la Caridad- y su hijita Isabella, ricitos de oro. Un verdadero maestro gelatero italiano venido de la Isla Fascinante, donde laboró en la apertura de heladerías Copellia. Ya aquí, Marco hizo lo suyo: elaborar helados artesanales cuidadosamente, extrayendo a la fruta sus propiedades, aprovechando texturas, aromas y sabores. Uva de playa –un delicatesen casi olvidado del cual preparaba mermelada y fino licor-, guanábana, guayaba, mango, níspero, zapote, chinola, agua de coco, cereza, tamarindo, piña, entre los sorbetes, a los cuales sumaba el alicorado limoncello. Crema de macadamia, chocolate, pistacho, fresa, yogurt.
Artista del pincel y la plumilla, los monumentos coloniales le atraparon, armando una colección del paisaje arquitectónico de la ciudad Ovandina. Con Bonilla Aybar hicimos un punto de coincidencia en este recinto, él atraído por el helado de uva de playa de su infancia. Marco colgaba sus cuadros en esa morada: mulatas pletóricas, de glúteos robustos y senos apetitosos, como sus helados, que daban ganas de alcanzarlos en cuajada en boca. El ojo europeo deslumbrado por la belleza zapote en esta media ínsula tropical. Sus planes una década atrás: helados sin sacarosa ni lactosa, aprovechando la fructuosa de la materia prima y la leche delactosada. Para diabéticos, alérgicos o gente en plan dietético.
Mi hija Laura -en un comentario testimonial- recuerda que de pequeña le encantaba la llevaran a Frigor en Plaza Naco los fines de semana luego de la tanda matinée del Cine Naco. Imperdible para ella el helado de naranpiña y montarse en el caballito mecánico que costaba 25 centavos. Cuando el peso valía.
A mediados de los 70 en Helados Bon de El Conde, junto a Enriquillo Rojas Abreu, echábamos prolongados conversaos con Alfonso Moreno Martínez, quien emprendía su modesto proyecto. Un hombre bueno y honesto que encarnó con Josefina Padilla la boleta socialcristiana del machete verde en los comicios del 62. Cuando la política exhibía blasones de principios éticos y credos ideológicos. Alfonso, sabio, optó por lo mejor: dejarnos un legado de laboriosidad y buen gusto, revestido de fresca chinola, pastosa guanábana, cacao y macadamia. Para que perdurara el sueño.