La flojedad de la Organización de los Estados Americanos (OEA) es otro síntoma más de los malestares continentales, desde el río Bravo hacia abajo. Su desprestigio encuentra razón en su inoperancia creciente, agudizada por una crisis financiera de la que nunca sale. Hasta su sede en Washington destila decadencia.
Buscar solución en el organismo regional al pucherazo de Nicolás Maduro y su cohorte, es perder tiempo. Más vale encaminar esfuerzos por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, sobre todo después de la posición responsable de su secretario general. Tampoco se logrará mucho, pero al menos se amplificará la causa de los demócratas venezolanos y se pondrá aún más en evidencia el talante autoritario del chavismo.
El multilateralismo marcha de capa caída en nuestra región por culpa parcial de la polaridad ideológica. Se concentraron esfuerzos unitarios en la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), como la respuesta al descalabro de la OEA. Se excluyó a los Estados Unidos y Canadá en la tarea fútil de buscar la fiebre en la sábana.
La CELAC es un muerto en vida que ni el presidente mexicano ha podido levantar con su retórica de izquierda. Suerte tuvimos de que no se desinfló totalmente durante nuestra presidencia pro tempore en el gobierno pasado.
La división que nos debilita explica por qué Maduro y su réplica nicaragüense han convertido a sus respectivos países en un Macondo. Y que seamos incapaces de una acción concertada para cerrarles las puertas a estos cachorros de dictadores.
Como concepto y práctica política, la democracia se ha devaluado en nuestro lado del mundo. Y la no injerencia dobla como excusa para el inmovilismo en la defensa de valores tan básicos como la libertad.