Francia mutiló el espíritu olímpico relegando a los atletas para dar el protagonismo a un espectáculo fuera de lugar y tiempo. Ofender a los católicos con una parodia cabaretera de la Última Cena de Leonardo da Vinci no es solo estúpido: es un cliché manido. Cualquier carroza del desfile del Día del Orgullo ridiculiza vírgenes y cruces desde hace 20 años. Es menos peligroso, obvio, que burlarse de Mahoma. Eso ya lo saben los franceses, que no habrán olvidado las masacres de Charlie Hebdo y Bataclan. Ningún cura envía a los monaguillos a degollar infieles.
La emoción de la ceremonia de Barcelona, el humor de la de Londres, la elegancia en Grecia, la belleza y poder del espectáculo en China… No es fácil entender qué pretendía Francia mezclando la gimnasia con la magnesia, ofendiendo a la religión mayoritaria en el país fundacionalmente laico o insinuando un ménage à trois sin venir a cuento cuando el planeta se unía para celebrar el deporte.
Europa es tolerante, ¿ese era el mensaje? La tolerancia no es ofender, de entrada. El jinete mecánico sobre las aguas, el pebetero en un globo, magistral Celine Dion… aciertos opacados por el obtuso empeño en descalificar al catolicismo. Y no hay que ser practicante para verlo. Si los feligreses de la agenda woke tiene un problema con alguna religión… debería atreverse a mirar hacia La Meca.