(Hace pocos días me lo encontré en una plaza comercial. Nos saludamos con el efusivo abrazo de siempre, conversamos un momento y me dejó lleno de alegría. Esa misma noche lo ví -él no a mi- en una esquina de la Zona Colonial, riendo rodeado de gente, viviendo como vive. Ahora que el Instituto Tecnológico de Santo Domingo (INTEC) lo ha reconocido como Profesor Honorífico, he recordado aquel 15 de julio de 2009, hace casi exactamente quince años, cuando, ejerciendo la rectoría universitaria, tuve el privilegio de reconocerle -por cierto, junto a Peter Croes, otro dominicano extraordinario- como Profesor Honorario, ocasión de la que recupero un extracto del Discurso de orden que pronunciara.)
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Uno viene a este acto y tiene la certeza de que, sin perjuicio de la solemnidad que le es propia, será diferente, especialmente cálido, íntimo, entrañable.
Uno viene a este acto y sabe que es uno esencial.
Pareciera uno de índole social, ocasión que propicia el encuentro, el saludo, el brindis, la celebración; y, sin embargo, es mucho más.
Este es un acto definitorio.
Puede que lo sepamos o no, que seamos conscientes de ello o no, que tengamos la certeza de su alcance o no; y eso, en realidad, poco importa.
Al margen de nuestras intenciones, por encima de nuestras voluntades, este acto habla por nosotros, nos define, dice lo que somos, nos expone en nuestra más íntima desnudez; revela nuestras creencias, los valores que nos jalonan y entusiasman, la humanidad que nos gusta y por la que luchamos, las vidas tras las cuales vamos, enamorados y seguros de que en ese camino nos acercamos al ideal humano y social que nos explica.
Esta es una ocasión feliz, por supuesto.
Uno viene a este acto y sabe que la amistad llegará primero, rauda, desinhibida como es, y ocupará todo el espacio.
No ha sido ella, sin embargo, la que ha convocado este encuentro.
Su presencia amplia y hermosa, su cálida compañía nos hace más felices ciertamente.
Pero esta vez, como otras parecidas, la convocante es la justicia.
La más auténtica, objetiva y transparente justicia es la que nos ha traído hasta aquí para reconocer méritos profesionales y humanos.
La justicia ha podido mucho más que la amistad.
Así, la felicidad que nos regala la amistad se hace aún mayor, más completa e intensa, al sumar la que nos trae la justicia.
Uno viene a este acto y sabe que es uno esencial.
Las instituciones, como los seres humanos, hablan con sus hechos.
Más que el verbo, más que el discurso, son los hechos los que dicen la naturaleza de los seres humanos y de las instituciones.
Ningún mensaje más alto y firme que el que funda los hechos; ninguno más claro, más contundente que el del ejemplo.
Más que en las declaratorias, la calidad de los seres humanos y de las instituciones se afirma en la calidad de sus hechos.
Reproductora y productora del saber, formadora profesional y ciudadana, la Universidad es, también, promotora de la ética y cree que, como se afirmara en la Conferencia Mundial sobre la Educación Superior (París, 1998), “frente al auge de intereses egoístas y al relativismo ambiente, la educación superior debe proclamar alto y fuerte una escala de valores universales en la que el ‘Nosotros’ universal prime sobre el ‘Yo’, (…), en la que la solidaridad prime sobre la rivalidad”.
Uno viene a este acto y sabe que es uno definitorio.
El acto en el que una institución reconoce a sus elegidos tiene la particularidad de que al tiempo en que promueve al reconocido como el modelo profesional, social y humano por el cual propugna, la institución se proyecta en la calidad de estos y en ellos se confunde buenamente.
Al dibujar el perfil de sus reconocidos, la institución queda dibujada en el acto.
Tal es la oportunidad y tal es, también, el riesgo.
Es, justamente, esa conciencia la que explica el cuidado, el rigor, la parquedad -he dicho en otras ocasiones-, que no la mezquindad ni el egoísmo, con que la Universidad otorga sus reconocimientos.
A la hora de reconocer, la Universidad valora la integridad del individuo, su capacidad para incorporar en un ser coherente y armónico no sólo el éxito profesional sino también la potencia moral, el compromiso social, la participación cívica y ciudadana.
Si queremos un mundo mejor, si queremos un mejor país, si albergamos el convencimiento de que podemos lograrlo, sabemos también que ello sólo será posible con nuestros mejores hombres y mujeres.
La semblanza de este a quien reconocemos hoy no me corresponde hacerla, si bien adelanto que su biografía trasciende buenamente lo que se pueda decir de él en esta ocasión.
Freddy Ginebra forma parte de un grupo de tempranos trabajadores de la publicidad en nuestro país, cuyo ejercicio asumieron cuando en la sociedad dominicana no se proveía formación académica especializada para su desarrollo profesional y científico.
Armado con su talento, vestido con el sudor de extensos esfuerzos, ha ganado limpiamente el éxito, el reconocimiento, la admiración, de sus colegas, de sus compatriotas, de su país.
Sin perjuicio del valor de los datos que se aportarán dentro de poco sobre su trayectoria vital, permítanme resaltar tan sólo uno, por demás definitorio: su dominicanidad entrañable, su especial relación con este país, con lo dominicano; su querencia, su compromiso con el destino del terruño natal. La profundidad de todo eso es patente en su quehacer profesional, en cuyas producciones se desbordan los colores y las esencias nacionales; y se aprecia, aún con más intensidad, en la participación social y en el compromiso con la cultura dominicana que caracteriza su vida, testimonio de lo cual es la paternidad de una de las más importantes entidades culturales privadas con que cuenta la sociedad dominicana, Casa de Teatro, cuna que ha sido de muchos de los principales creadores y artistas que han descollado durante las últimas décadas.
Uno viene a este acto y en el camino cavila en torno a expresiones que, dichas por alguien alguna vez, resultan ineludibles a ciertas horas y concluye en que, con Martí, repetirá que Honrar honra, porque eso será lo que ocurra cuando, como ahora, honremos al ciudadano dominicano Freddy Ginebra con el otorgamiento del título de Profesor Honorario.
Uno viene a este acto y tiene la certeza de que, sin perjuicio de la solemnidad que le es propia, será diferente, especialmente cálido, íntimo, entrañable y sabe, pues, que querrá agradecer a Freddy la generosidad de haberlo vivido.
¡Muchas gracias, dilecto amigo!
¡Enhorabuena, querido profesor Ginebra!
¡Bienvenido al claustro de esta Universidad!