Fue el norteamericano Thorstein Veblen quien en su clásico de 1899, Theory of the Leisure Class (Teoría de la clase ociosa) acuñó el término consumo conspicuo. Acusación devastadora contra un estilo de vida dispendioso atribuido a un grupo empresarial que, al entender del economista de la Universidad de Chicago, era depredador.
En conformidad con la tradición ascética, la lápida evangélica de que más fácil pasa un camello por el ojo de una aguja, que un rico entra al reino de los cielos. Toda una manera de pensar que contraviene el destino del homo economicus ejemplificado por Max Weber en otro clásico, La ética del protestantismo y el espíritu del capitalismo. Ennoblece la acumulación de capital al elevarla a deber moral, pese a que muchas vestiduras locales y foráneas se desgarran frente a quienes han hecho caudales o tienen derecho a mejorar su suerte, por ejemplo, con emolumentos adecuados en el sector público.
De entrada se presume —cosecha marxista— que toda riqueza es ilegítima y que solo hay justicia en el reparto colectivo de la pobreza. Proposición falsa por demás, porque castiga la generación de capital incluso si no desemboca en consumo conspicuo. ¿Para qué esforzarse si hasta el paraíso les está vedado a los ricos?
Pobres siempre habrá, y los símbolos de éxito serán mirados con aprensión por los excluidos de la fortuna. Reconforta que el cristianismo, génesis inspiradora de Weber, admite contradicciones a salvo de exégesis fundamentalistas. Procede, pues, la enseñanza evangélica en la parábola de los talentos. Bienaventurado fue aquel que, con sabiduría y aviso, hizo crecer los bienes colocados bajo su cuidado. Si el consumo es la recompensa del ingenio, amén de dínamo de la economía, ¿por qué apostrofarlo? Me voy de compras.