Con la ayuda de Dios que está en control de todo, los legisladores salientes de este Estado teocrático se apresuraron el miércoles a aprobar un Código Penal donde la convivencia es una atenuante de la violación, las Iglesias son inimputables no importa cuál sea el delito cometido por el clero y los pastores, las mujeres que aborten y sus colaboradores irán a la cárcel, la violencia contra la infancia es aceptada como recurso «disciplinario» y la discriminación se justifica en la «libertad de conciencia y de culto y el respeto a las buenas costumbres».
Todo apunta a que también será sancionado por la Cámara de Diputados.
La República de Gilead no es distópica. Es la República Dominicana del siglo XXI dominada por un poder político no siempre adquirido por vías lícitas o, por lo menos, decentes. Un poder político que catapulta mercenarios y conniventes con el delito para usarlos como bufones en el escenario de su, al parecer, incontenible perversión.
Beneficios gratuitos obtienen, eso sí, de la indiferencia de una sociedad frente a los peligros que penden sobre la cabeza de todos y de todas, porque nadie se libra de un poder que decide a mansalva sobre nuestras vidas. Nada la conmueve, ni siquiera el egoísta cálculo del «hoy por ti, mañana por mí».
Hace dieciséis siglos, los códigos visigodos no consideraban violación que el marido obligara a la mujer a mantener relaciones sexuales, el llamado «débito carnal». Hoy, mil seiscientos años después, nuestros hipócritas legisladores la excluyen de este tipo penal de un código «moderno», la embuten en el de «actividades sexuales no consentidas» y reducen la pena al marido violador a la mitad o menos de la que cabría imponer a un tercero.
No es sorpresa la exclusión de las tres causales. Estamos más que acostumbrados, como sociedad y país, a comportarnos como el avestruz y a no sonrojarnos de nuestra doblez. Los mismos legisladores que tanto dicen respetar la vida «desde su concepción hasta la muerte natural», solapan la impunidad del policía o el militar cuando mate a «delincuentes» pobres en los recurridos e indemostrados «intercambios de disparos».
Los mismos que convierten en inimputables a las lglesias, eximiéndolas de resarcir a las víctimas de la depredación sexual por la clerecía, y dejan sin definir el plazo de imprescriptibilidad del incesto y violación. Los mismos que excluyen de la agravación de la pena al violador que embarace a una mujer adulta, porque la agravación solo procede si la víctima tiene condiciones de discapacidad. Esa misma mujer que irá a la cárcel si aborta al producto de una violación.
No, la República de Gilead no es una distopía. Es una realidad impuesta a golpes de artículos penales a las mujeres dominicanas. Pero Gilead tampoco es eterna ni está protegida de las fisuras. Aunque hoy no lo se les conceda posibilidad alguna de hacerlo, las Defred que somos todas terminaremos escapando.