Tengo que estar muy urgido para viajar a New York y no subir al Alto Manhattan. En mis caminatas aspiro un aliento distinto. Nada que ver con las emociones cosmopolitas del Midtown. Washington Heights es otra cosa, eso que solo puede descifrar quien no resiste quieto un merengue. Es un barrio donde la vida pierde prisa y la convivencia orden. Una comunidad de cansada rutina, pero de tibios apegos.
Sus residentes apenas saben que en un tiempo las colinas se vistieron de coraje para resistir, en la batalla de Fort Washington (1776), a las tropas británicas. El fuerte, defensa de la isla Manhattan, fue arrebatado y los soldados revolucionarios que sobrevivieron terminaron recluidos.
Durante toda su existencia el barrio ha sido santuario de inmigrantes: irlandeses, alemanes, italianos y judíos. Desde hace algo más de cinco décadas Washington Heights cuenta otra historia. Fue asaltado por los sueños dominicanos. El lugar perdió así su fría impronta europea para convertirse en el vecindario ruidoso, indiscreto y cálido que hoy es. Desde el norte de Hamilton Heights (155th Street) hasta el barrio Inwood (Dyckman Street) se despliega un corredor de latidos y matices caribeños.
En el Alto Manhattan la parroquia respira. Sus aceras son paseos a la vida confinada; ellas convocan a convites y a “jangueos”. En verano, en nombre del calor, las calles se usan como lienzos para dibujar la libertad en mil colores. En ellas se bebe, se baila, se flirtea, se juega, se trabaja y se vende. Los debates políticos sobre la mesa de dominó terminan en ofensas mansas que suelen dirimirse con un trago. El beisbol es tema religioso. Las bachatas suenan a fuerza de viejos despechos, esos que las cervezas despiertan de su sopor. Entonces regresan las imágenes que se quedaron en la tierra dejada: la mujer que espera los trámites de la residencia, los primeros amores de la escuela, el dolor de la infidelidad inesperada, la madre que murió en la ausencia, el hermano que quedó en el campo, la prisión del hijo malcriado, las promesas pendientes y las despedidas inconclusas.
Cuando voy a Washington Heights no visito a nadie. Me conformo con caminar sus avenidas: Saint Nicholas, Broadway, Ámsterdam, Fort Washington. Luego recorro las redes de calles que las cruzan. En la Saint Nicholas palpita la dominicanidad más pura. Tanto que nunca hubo razón para no llevar el nombre del dominicano más glorioso. Desde el año 2000 la alcaldía de Rudolph Giuliani reparó la memoria con este rótulo: «Juan Pablo Duarte Boulevard» (tramo de la Décima Avenida y West 162nd Street hasta la intersección de West 193rd Street y Fort George Hill). Leer ese nombre en un ambiente tan extraño a nuestras raíces es para llorar.
Dicen que el barrio empieza a morir. Que los yuppies y los millenials del sur están comprando y alquilando en la zona. Algunos estiman que cerca de un doce por ciento de los residentes dominicanos ha abandonado la vecindad, acosados por los altos precios de los apartamentos. Se han ido al Bronx o a otros estados, como Florida, Pennsylvania, Massachusetts y Connecticut. Y es que con los patrones socioeconómicos de hace dos décadas no se puede mantener el costo de un alquiler. Algunos entendidos pronostican que Washington Heights correrá la misma suerte del Soho, que de un viejo barrio de artistas en las décadas 60 y 70 devino en una vecindad de clase media alta. Sí, se empieza a notar. Ver a un caucásico dejar el tren a la altura de la 170 Street era sospechoso; hoy es cotidiano.
El sincretismo de Washington Heights es fantástico. Los motivos y evocaciones cibaeños se mezclan con la cultura americana de la costa este en un enredo inédito de raíces. El inglés tiene su propia versión: un gracioso espanglish en el que las palabras de los dos idiomas se turnan en un mismo relato. De ese híbrido maridaje nacen expresiones que no entienden ni el que habla español ni el hablante del inglés.
No hay fuera de aquí rincón alguno que nos replique tanto. Washington Heights es mangú, huevo frito, aguacate, pollo, arroz “salseado”, concón y habichuelas. Es merengue, bachata, reguetón, bullicio, calor, remesas y cansadas quimeras de regreso. Ni el ladrillo ni la nieve, ni el subway, ni el crudo invierno; ni aun los rubitos sajones podrán desdibujar esa presencia pura de la dominicanidad en la parte alta de Manhattan. Podrán irse todos sus residentes, pero tomará años conjurar el espíritu dominicano que duerme en sus calles. Esa verdad es más clara que las serenas aguas del Hudson. Júrelo.