Le he dado poco uso electoral a la cédula. Hasta las elecciones del 2016 era cívicamente virgen, no por apatía, sino por principio. Luego de mi estreno en una urna se le agregaron otros motivos. Sucede que nunca registré el cambio de domicilio en la Junta Central Electoral. Mi mesa todavía corresponde al lugar donde nací. Ir a sufragar se convirtió en una manera de reencontrar el pasado y eso hizo de la experiencia un trance nostálgico.
Ocupo los últimos puestos de la fila para, en la espera, descubrir de quiénes son esos rostros hoscos estropeados por el tiempo. El instante en que las miradas dudosas se tropiezan es mágico. Descifro la confusión de ellos cuando, al verme, se afanan por rescatar imágenes perdidas del pasado. La emoción, como resorte, me empuja hacia donde están y, al corroborar el hallazgo, el abrazo se hace tan fuerte como inevitable.
En cada una de las votaciones he vuelto a reconocer amigos de infancia, esos que se perdieron en el tiempo o fueron tragados por el olvido. Al inquirirles, algunos, ya sin pelo ni dientes, relatan sus ocupaciones de vida: vigilantes privados, empleados, camioneros, activistas políticos; otros, retirados por tempranas incapacidades, se abochornan hasta de prestar la mirada. Nada meritorio que pudieran contar: seres anónimos rendidos a la intrascendencia, arrollados por el mal vivir. Mientras hablan, regreso a las correrías de la niñez, cuando nos arrojábamos terrones desde las trincheras que improvisábamos en los surcos del arado simulando batallas vikingas.
Esos amigos nunca se van, levitan como espectros en la siesta de los recuerdos. Los he sentido reaparecer de súbito en noches de insomnios, en relatos familiares, en la visita a los lugares de ayer, hojeando capítulos polvorientos de mi historia. Ellos habitan en la callada intimidad, tal como quedaron cuando dejaron de verse. Recuerdo así a Dumas: “Los amigos que perdemos no reposan en la tierra, están sepultados en nuestro corazón”.
Los tiempos traen a otros que aparecen y se van con las circunstancias. Nos ayudan a crecer, a resistir, a confiar. Algunos más cercanos, pero todos, como bloques de ladrillos, se hicieron piezas con las que levantamos fortines de sueños. Estuvieron, por accidente o intención, en las grandes decisiones de vida, compartiendo pasos, trillos y cargas. Con ellos construimos horizontes, escalamos sierras y nos guarecimos de las tormentas. Junto a ellos nos estrenamos en las vivencias primerizas. Es, en ese momento pletórico de la juventud, que la vida se convierte en aquella “pequeña patria de amigos” que refería Alfredo Bryce Echenique. Pero el destino los aleja; nos sentencia severamente a un cuadro confinado de existencia en nombre de los intereses propios, convirtiéndonos en cercanos extraños. Pocos o ninguno quedan, abriendo un silencio que solo interrumpe la llegada de los hijos, aparición que, si bien llena vacíos, nunca toca esa vacancia de vivencias.
Pero también el éxito o la libertad nos compensa con enemigos. Son anónimamente incontables. Con algunos no hemos cruzado una palabra y ya odian hasta el furor lo que hacemos, padecen nuestros logros y envidian nuestro vuelo. Son tan necesarios como los propios amigos. Confirman la certeza de nuestras elecciones, celan nuestros actos y contienen nuestras vanas presunciones. Están ahí para darnos, a su manera, correcciones duras de vida. Son los contrapesos de nuestras autoestimaciones. Para ellos somos los relatos negados de sus vidas. A pesar de que nos hacen sufrir deben ser respetados y nunca subestimados, por muy bajos que sean sus golpes. El filósofo Arthur Schopenhauer escribía: “(…) los amigos se suelen considerar sinceros; los enemigos realmente lo son: por esta razón es un excelente consejo aprovechar todas sus censuras para conocernos mejor, es algo similar a cuando se utiliza una amarga medicina».
Sin embargo, pocos tienen la fortuna de recibir amigos tardíos. Esos que nos encuentran con proyectos consumados de vida. No vienen a buscar, porque tienen, sino a dar, a compartir realizaciones, y no hablo de éxito. Seres desinteresados que solo precisan de espacios maduros de comprensión; más cercanía que dinero, más apoyo que negocios, más consejos que halagos. Esos no tienen nada que perder y te hablan con la verdad que no quieres oír o con el derecho que no les has dado. Ofrecen una amistad sin rodeos ni teatros. Algunos aparecen en los episodios estelares de la existencia para corroborar que ha valido la pena la carrera y que al final lo que queda como relato y memoria son los pequeños momentos de grandes entregas. Esos amigos son escasos y caros porque resultan de un sorteo del destino o de una gracia providencial siempre inmerecida. Con ellos, hasta respirar el silencio es vivir otra vez.
Un último amigo es el que queda cuando todos se van. Ese que comparte festejos y duelos; laureles y derrumbes. El que late sin ruido y aconseja con la mirada. Quiere sin decirlo; habla con las acciones. No procura más compensaciones que nuestra atención. Es tan seguro como el sol e infalible como la muerte. Siempre presente. Despide a tantos que abandonan la carrera; él, sin embargo, perdura sin estridencias ni cumplidos. Leal al tiempo, a la palabra, a la verdad. Pocos merecen y tienen ese “amigo de siempre”. Jesús les dijo a sus discípulos: “Ya no los llamo siervos, porque el siervo no está al tanto de lo que hace su amo; los llamo amigos”. (Juan 15:15).