La reforma al sector eléctrico iniciada en los años finales del siglo pasado no fracasó como algunos aducen. De hecho, sin ese proceso la República Dominicana no podría exhibir el parque de generación eléctrica diversificado y en franco crecimiento con que cuenta en la actualidad.
Ahora bien, lo que sí resultó un fiasco fue la parte relativa a la distribución y comercialización de la energía. Y fue consecuencia de una serie de decisiones de corte populista y electoralista tomadas por sucesivos gobiernos, que operaron como una especie de contrarreforma.
El agitado periodo político transcurrido entre los años noventa y ocho y dos mil condicionó su evolución. Se contrapuso a la necesidad de otorgarle garras suficientes y efectivas a la entidad regulatoria, y condujo a que se establecieran esquemas tarifarios excesivamente complejos y poco transparentes, que a su vez impidieron la reducción del déficit y condicionaron los compromisos de inversión de los capitalistas privados.
La mala imagen de las empresas distribuidoras y el aumento de las transferencias presupuestarias al sector eléctrico -que ya padecía los efectos de tarifas no ajustadas al incremento exponencial del precio de los carburantes-, facilitaron las condiciones para que un nuevo gobierno iniciara esa contra reforma, que en pocos años devolvió el total del capital accionario de las distribuidoras a manos estatales.
De eso hace veinte años. Y desde entonces, si bien con matices y tiempos mejores que otros, las constantes en la gestión de esas empresas ha sido el reparto como cuota política, la ineficiencia y las pérdidas técnicas y administrativas.
Miles de millones de dólares de fondos públicos destinados a cubrir esas pérdidas. No para las considerables inversiones en equipos y tecnologías, imprescindibles para reducir la hemorragia; sino para quemarlos en esa caldera insaciable que representa el déficit de las empresas distribuidoras.
El año pasado fueron mil quinientos millones de dólares. Este año vamos por el mismo camino. Decenas de miles de millones de dólares en veinte años. Pero ahora que el gobierno parece moverse en dirección de retomar la reforma eléctrica, aparecen sectores oponiéndose a cualquier iniciativa en la que intervenga la participación de capitales privados. No conocen planes concretos y nunca alzaron sus voces mientras se dilapidaban todos esos recursos, sin embargo ya elevan la manida consigna de “no permitir la enajenación patrimonio del pueblo”.
Una expresión tan populista como hueca. Pues los términos en que el Estado mantiene su presencia en el negocio de distribución y comercialización de la energía, sólo han servido para drenar dinero del contribuyente, que también es “patrimonio del pueblo”.
Un despilfarro irritante que es imperativo desmontar en un periodo razonable de tiempo. Y que debe ser parte de cualquier debate sobre una reforma fiscal.
“Locura es hacer lo mismo una y otra vez y esperar resultados diferentes”. La frase no es de Einstein, pero es una verdad de a puño.
Y nadie en su sano juicio mantiene un ruinoso esquema de negocio con tales niveles de pérdidas. Sobre todo si casi setenta años haciendo lo mismo no han bastado para obtener mejores resultados.