En Europa y países desarrollados, la llamada cuestión de honor modela el comportamiento de los agentes públicos y también aplica en la esfera privada. El concepto engloba la integridad, ética y reputación tanto de las personas como de las instituciones en su conjunto.
Este concepto ha sido históricamente relevante en diversas culturas y contextos sociales. En términos modernos, la idea de mantener y defender el honor sigue siendo importante en muchas comunidades y puede influir en comportamientos y decisiones personales.
De los funcionarios se espera adhesión a altos estándares de comportamiento ético, evitando conflictos de interés, corrupción y otras formas de mala conducta. Las violaciones éticas plantean cuestiones de honor y la exigencia de rendir cuentas.
El sentido de responsabilidad cabalga implícito con la cuestión de honor. Tanto el fracaso como el incumplimiento de las obligaciones conllevan un costo. Punto de partida son la transparencia y honestidad en la aceptación de los hechos sobre los cuales se tiene influencia. Y cargar con las consecuencias con nobleza y ecuanimidad. La renuncia debería ser inevitable cuando la cuestión de honor entra en juego.
En nuestro trópico de sensibilidades fallidas y reputaciones aparentemente insumergibles, la responsabilidad corresponde siempre a otro. La acumulación de fracasos se resuelve con lavados de manos al mejor estilo ponciopilatesco. Se pierden elecciones, surgen escándalos, los liderazgos se extinguen, los partidos se achican hasta prácticamente desaparecer, se incumplen promesas y la ética vuela por los aires: siempre la autoexculpación y desprecio olímpico de la dignidad. El deshonor parecería inexistente en estas latitudes de calores perennes. Por eso nadie renuncia y la norma es refugiarse en la trinchera de la irresponsabilidad, sin parar mientes en la confianza pública, la gobernanza ética y la representación responsable.