Una diferencia orgánica entre una nación del primer mundo y otra del tercero es que la primera planifica su desarrollo; la segunda gestiona el día a día. En el mundo desarrollado los gobiernos suelen sujetarse a planes; en el subdesarrollo, los planes se ajustan a los gobiernos.
Las naciones desarrolladas tienen altos niveles de ingresos, crecimiento, calidad de vida, equidad social, educación y tecnología. Estas condiciones no son logros espontáneos; son una consolidación de gestiones concordantes con una estrategia de nación que le da dirección y encadenamiento a la sucesión de gobiernos.
China, Japón y en parte los países del sudeste asiático hicieron, en menos de un siglo, el tránsito de un mundo a otro porque los distintos gobiernos agenciaron los medios de esas estrategias. Cada administración orientaba sus desempeños a sus objetivos centrales. La valoración de las distintas administraciones resultaba de los logros alcanzados en esa aproximación y no necesariamente de las obras materiales, esas que “se ven” y que con tanto empeño privilegian los gobiernos tercermundistas, casi siempre para dejar memoria histórica. En el primer mundo democrático, luego de alcanzado el desarrollo, las expectativas de los ciudadanos se concentran en fortalecer y mejorar los ejes de ese desarrollo.
La economía podrá crecer y provocar un progreso material que brinde la apariencia de desarrollo, pero no lo hay ni lo habrá sin una afectación positiva y sostenida al factor humano. El objeto y sujeto del desarrollo es la persona; es un estado de realización social en acceso a recursos, oportunidades y condiciones de vida. ¿Acaso nos hemos preguntado qué nación queremos y cómo lograrla? ¿Cómo nos veremos en veinte años?
La reelección de Luis Abinader ha desatado cierta euforia por las reformas del Estado. Hasta ahora lo único que se conoce es el propósito de modificar la Constitución para presuntamente “blindarla” de nuevas reformas. No sabemos qué tiene el Gobierno en carpeta; el presidente ha hecho insinuaciones tan estrambóticas como decir que producto de las reformas de este cuatrienio el país entrará en el umbral del desarrollo en la década del treinta de este siglo, duplicando su PIB. Otra vez, seguimos pensando en crecimiento de la economía y no en el factor humano. Eso confirma la vigencia de una visión errática del desarrollo.
La otra expectativa es la reforma fiscal, una intención relegada por los gobiernos por el pánico a la impopularidad que arrastra.
No siempre un partido de gobierno cuenta con el señorío que tendrá el PRM a partir del 16 de agosto. Ese poder le da para todo. Y es que hacer poco con tanto es tan censurable como abusar de ese dominio. Lo aconsejable es administrarlo racionalmente. Pero el Gobierno necesita concentración, inteligencia y reformas de gran calado armonizadas con la Estrategia Nacional de Desarrollo.
Abinader es un hombre entusiasta, ansioso e hiperactivo. Le aconsejo cuidarse de la prisa movida por el deseo febril de tocarlo todo. Debe templar sus ánimos y abandonar los ímpetus. Es mejor abordar reformas efectivas que muchos “cambios” dispersos; bastaría con educación, salud, seguridad social y justicia.
Me asusta pensar que las reformas que el presidente tiene en mente sean solo de marcos legales. Nuestro problema no es normativo: es estructuralmente funcional. Las leyes son instrumentos de políticas públicas, y no fines en sí mismos. No precisamos añadir más normas a un andamiaje jurídico de por sí disgregado, hiper regulador y anacrónico. Nos basta con modernizarlo. Las reformas deben ser sistémicas, que afecten visiones y modelos; replantear o cambiar paradigmas que han atrasado el desarrollo o nos han robado fuerza competitiva.
Se supone que la reforma fiscal persigue incrementar los ingresos del Estado y garantizar su sostenibilidad financiera. La pregunta crítica es para qué. ¿Para seguir aumentando los gastos corrientes? ¿Para acrecentar el peso y tamaño de la burocracia pública? ¿Para ampliar el reparto de los subsidios sociales? ¿Para gastar ociosamente en publicidad oficial? ¿Para financiar las enormes pérdidas de las distribuidoras eléctricas?
Una reforma fiscal debe atarse a planes troncales de desarrollo. Sin conocer primero las bases y alcances de esos planes no vale la pena asumir el sacrificio. Al país hay que decirle no solo el porqué, también el para qué. De manera que junto a una propuesta de reforma fiscal el Gobierno debe presentar, en contrapartida, un plan asumible de reforma del Estado como objetivo de los cambios en la estructura fiscal; claro, después de cubrir, con sus recaudaciones, el déficit estructural que arrastra el presupuesto público. Necesitamos dinero, pero aún más ingenierías de desarrollo.
En ese plan se debe igualmente reducir los gastos del Gobierno a través de medidas permanentes como la racionalización de programas, entidades, erogaciones y nóminas que han probado su improductividad. Si bien el Gobierno de Luis Abinader eliminó o fusionó algunas entelequias mantenidas solo para asegurar el empleo político, creó otras, al tiempo disponer algunas asignaciones no redituales en la Administración pública. Es oportuno revisar esas disposiciones con una evaluación rigurosa de desempeño.
¡Cuidado! Un plan de reforma del Estado no se arma de la noche a la mañana. Es más que una comisión de expertos o notables. Debe basarse en una revisión de los modelos de desarrollo que hemos tenido congelados en el tiempo por inacción o incomprensión. Para eso es necesario conocer lo que piensan los actores de los distintos sectores, la alta academia, las organizaciones sustantivas; obvio, sin pretender convertir esta experiencia en una Ágora ateniense. Lo cierto es que una reforma fiscal sin una reforma del Estado es como componer una sinfonía sin violines.