Procedes a entrar en esa parte de la ciudad donde todo parece etéreo: aun así, existen sitios que en las antiguas décadas acapararon la asistencia de muchos. Me refiero sobre todo a partir de las seis de la tarde. En la exactitud de los Panerais, es el momento en que el impulso pide un traguito. Aclamadas por muchos, prefieres una cervecita que ahora miras que hay en cantidades industriales (e importadas) en los enormes comercios de otros puntos.
Sin muchas luces hollywoodenses, entras como si no te hubieran explicado que aquí hay que comportarse con sumo cuidado. Se puede armar un pleito por un quítame esta paja. La razón: los que juegan al dominó son poco pacientes con algunos detalles de lo que ocurre. Lo primero es que tienes que saber qué es lo que harás esa noche: ¿beberás alguna copa de algo que llevas o de lo que se vende en el sitio?
Aunque el tipo es muy acucioso, no te pondrán los juegos del Chelsea. Aunque esto implicaría un estudio profundo de los canales y la programación, quieres saber si hay en el cable algún juego narrado por ese comentarista argentino que ha captado tu atención. Ha mostrado un enorme dominio de lo que ocurre en la cancha, de manera milimétrica: piensas que los narradores de fútbol son una especie privilegiada en inteligencia y palabra.
Número uno: sin saber para qué, te has convertido en un seguidor de las noticias sobre Demichelis, y sobre lo que le pasa a la banca de Boca y de River. Piensas en la necesidad de que en Santo Domingo se construya una bombonera o un estadio como el Luna Park o el Estadio Azteca.
Número dos: piensas en la noticia de Milei cuando respondió que prefería a los Rolling Stones antes que a Soda o a Los Redondos. Te pareció una respuesta fenomenal. Recientemente, el presidente argentino lanzaba su libro con un concierto de rock bastante expresivo. No es ocioso citar el asunto mediante el cual Romero, el historiador argentino por antonomasia, declaraba a la prensa que le iba a Racing y que su comida preferida eran los raviolis.
Número tres: con un personaje parecido a una novela de Puzo, ese anuncio en las redes dice algo bien claro: el mejor whisky es fulano de tal. El otro es para beber fuerte después de las seis; el otro, es mejor para una fecha especial. Uno se toma y el otro se saborea: no te va a agarrar acidez ni gastritis ni nada. Memorable en la puesta en escena, el video puede ser hallado en Instagram y en ese terreno ocurre algo milagroso.
Añorando la teletransportación de Star Trek o de Stargate Atlantis, me quedé con la sospecha: allí ocurría de todo y solo atiné a dirigirme a uno para comprobarlo. Cero haitianos jugando dominó, eso sí está claro. Los haitianos permanecen sentados en una orilla cercana a la banca de lugar, más al norte de esa calle que en los ochentas tenía acceso directo al Malecón con un montón de personas que venían a comerse un chimichurri. Perpetua en sus ramificaciones visuales, tienes esa imagen pegada a la cabeza y no amenaza con irse: asaban las carnes de los chimis en la cercanía al malecón y tú suponías que esto le daba un sabor diferente, nada que ver con las carnes argentinas de otro establecimiento al que llegaste con un hambre atroz: hacían choripanes.
Como notarían algunos citadinos, el colmadón al que me refiero va mucha gente: “el negocio está pegado”. Los que se dan cita en el sitio son de todas partes: militares, periodistas, vive bien y jugadores para botar el stress de una vida agitada en Santo Domingo, a veinte y cuatro años después de que Hercóbulus no llegara.
Sin todas las emociones que tiene el acendrado juego de cartas, el juego del dominó –vaya a saber quién lo inventó–, no se parece al de las cartas de esa tía que compró ese entretenimiento en Nueva York y que la hace asegurar que en el país nadie tiene un juego de ese tipo. Elocuentes y mágicos, son los tragos del colmadón. Los que están allí saben que no se trata de decir que todo funciona, pero es más barato que el club, al que también va nuestro personaje, pero solo una vez al mes.
En la pasada campaña electoral, se hizo popular que alguno que otro candidato se tomó una foto o un videíto en un colmadón. Es entendible que la gran mayoría de dominicanos sepa jugar al dominó: el tipo saca una chata de su bolsillo y la destapa para pegarse un trago a pico de botella.
Sin las extrapolaciones ideológicas de turno, en el supermercado fue donde compramos la botella de lo que beberíamos esa noche. El haitiano parecía muy gracioso, algo que he comprobado ocurre con los del edificio: son harto amables pero lo hacen porque me guardan cierto nivel de respeto. No les doy dinero en ninguna temporada del año, o creo que si les he dado algo. Pero en el establecimiento es donde podrás capturar la noticia del Primer Ministro, o los detalles que dice un pití: “los dineros de Petro Caribe se los robaron”.
Permitiéndome ciertas licencias ideológicas, no hice esa entrevista al haitiano del colmadón sino al del edificio, y comencé por preguntarle si había sido desastroso el 12 de enero para su familia. Me dijo que sí, pero lo que le dolía eran los políticos. Sobre todo por la prensa, nada que ver con bares o tertulias, conozco intelectuales dominicanos que tienen el tema haitiano como un relajo, algo a lo que se refieren como si se tratara de un juego de ruleta rusa argumental. Desde esta óptica, las posturas del presidente han sido las correctas: con toda la altura requerida se han aclarado las cosas.
Aunque esto ocurrió hace ya más de un año, cuando el lío del canal del Masacre, todavía están en la memoria de los dominicanos las palabras de esa mujer de la frontera que decía que al presidente que se pusiera los pantalones porque esto era una invasión.
Desde un sector cercano a Miami, alguien hacía un ejercicio bastante lúdico e histórico: se refería a la capacidad de los Estados Unidos de tener embarcaciones en la bahía de Gonaives que podrían servir para que las mujeres parieran, solución que luce idílica pero que es una idea.
Aunque no lo digan a algún entrevistador consciente, los habitantes del colmadón tienen claro que la capital se torna cara por algunos sectores: ellos están inmunes a todo precio alto porque aquí el presupuesto da para algo: comer algo, beber algo y sentirse desconectado de tanto Netflix y tantas redes sociales.
Como si se tratara de pedirme un dinero que no le daría, me llevé tremenda sorpresa cuando el haitiano me dijo que estaba a mis órdenes para buscarme una mesa o lo que fuera, pero yo no duraría allí mucho tiempo. La tipa de la banca sabía bien que yo tampoco jugaría algún número. Ella me miraba como si se tratara de un forastero: no sentía que ese lugar me favorecía ahora, lo que me indica que tengo que ir a los más caros del mundo (puede soñarse).
Rápidamente, al cabo de unos minutos, estimé que el juego del Chelsea no comenzaba a esta hora. La persona que me indica todas las noticias de lo que ocurre en el fútbol europeo está en otra zona de la ciudad, con una copa en la mano, algo manejable.
Como último reducto de sus suposiciones (no le había preguntado todavía si conoce a Leoganne), el haitiano quiere decirme que lo que encontré en la azotea no es nada que no pudiera lanzarse a la basura: se refería a un montón de papeles que me extrañaron, entre lo que logré detectar algunos apuntes de alguna materia de alguna universidad francesa. Lo raro es que esta historia este entrelazada con la de ese autor a quien ignoro. En el colmadón comienzan a pasar algunas noticias, y me queda claro que las haitianas llegarán con fílmicas anteriores de otros días: total, es lo mismo lo que ocurre ayer y lo de hoy.
Al cabo de un rato (lo que le tomaría a Verne narrar la llegada de un cohete), le pregunto al muchacho del colmadón si tiene el whisky del que habla el sabio argentino que hizo la disección y me responde que sí: al mencionarme el precio, le digo con un trago en seco, que me busque una cerveza.
Los jugadores tienen una experiencia tremenda. Como la mencionada tía, dominan el juego con suma maestría.