Yo, Abimbaíto, ¡irrumpo! En el país existe un ambiente de excitación. La gente espera que las reformas se introduzcan pronto.
Algunos economistas afirman que el Estado necesita cientos de miles de millones de míseros pesos, como si fueran hojuelas de maíz, para resolver esto y también aquello. A nadie le gusta que le saquen esos hediondos recursos de sus bolsillos, aunque sean opulentos, y mucho menos si son precarios.
El trato es desigual: el Estado tiene el garrote y el pueblo la resignación (o la poblada en casos extremos).
La reforma pudiera resultar explosiva si no viniera precedida de señales muy claras de que los recursos se usarán de forma impecable y servirán para organizar mejor la sociedad, imponer el orden, la autoridad, y que cada instancia pública cumpla con sus obligaciones puntuales a satisfacción de todos. Hay que poner coto a los chivos y a los Mamutchivos sin ley. Y esto, más que recursos, requiere de determinación. De lo contrario, mejor ni intentarlo.
Hay que demostrar eficiencia en la recaudación. Y sentido de racionalidad para gastar en la medida apropiada en esto en vez de lo otro.
Convendría extirpar todo aquello adherido al cuerpo del Estado que dispara su costo de funcionamiento y distorsiona su rol. Eficiencia y racionalidad no se prodigan por sí solas. La ardua tarea es convencer a la comunidad de que no se trata solo de transferir más recursos desde el bolsillo de la gente a la burocracia del Estado, sino de resolver problemas de la colectividad para mejorar las condiciones de vida de todos.
Visto de otro modo, hay que contrarrestar con argumentos y acciones potentes la tendencia de pensar que el ojo del amo engorda el caballo, porque donde no hay amo, como es el caso del Estado, el animal suele terminar petiseco.
Entre las reformas a ser introducidas están las siguientes:
Institucionales, como, por ejemplo, reducir el tamaño del Congreso (senadores y diputados) y de los consejos edilicios que deberían ser electos, pero no remunerados. Sobran provincias y cargos. Suprimir organismos innecesarios de la rama ejecutiva, incluyendo ministerios. Transferir competencias del gobierno central a los ayuntamientos acompañadas de los correspondientes recursos.
Sociales, dirigidas a mejorar el servicio de salud, igualando primero y aumentando después la cápita contributiva y no contributiva al tiempo que se eleva la calidad del servicio; y también a integrar a los trabajadores al mercado laboral formal con el propósito de mejorar los niveles de salarios y la protección social al tiempo que se aminora la inmigración haitiana que se cobija en el mercado informal.
De buen uso, verbigracia canalizar los recursos del 4% del PIB hacia el aprendizaje de los alumnos, y, si no fuera viable, a otros destinos. Y sustituir la cultura del “dao” por oportunidades de ingresos para muchos, ganados con el sudor de la frente.
Productiva, orientada a conectar la producción de la agropecuaria con la industria y de todos ellos entre sí, con objeto de incrementar el valor agregado nacional. Y a convertir el campo en jardín de productividad y rentabilidad, en vez de lugar deprimido que financia las parrandas de las urbes.
De aseo público, para quitar las garrapatas encaramadas en el lomo del Estado en la distribución y cobro de la electricidad, causantes de la mitad del déficit del gobierno central, y expulsar las otras garrapatas que se originan en la deuda cuasi fiscal.
Y la reforma fiscal propiamente dicha, que resultaría aligerada si previamente se resuelven algunos de los problemas señalados.
En cuanto al método para decidir qué elegir y su hoja de ruta, el utilizado en la niñez llamado “De Tin marin de do pingue” podría ser efectivo, pero resultaría poco elegante ante algo de tanta trascendencia.
En su lugar podría utilizarse el método de deshojar las margaritas.
Es simple: ordeno todo lo que hay que organizar y hago que cada institución pública cumpla su rol a satisfacción; luego me quito el pétalo del déficit eléctrico, a continuación, me despojo del pétalo marchito educativo y reoriento el gasto.
Y sigo: después me sacudo las leyes laborales que impiden la incorporación plena de la mano de obra dominicana al sector formal con la consecuente pérdida de ingresos para el fisco y la desnacionalización progresiva; fortalezco los enlaces sectoriales y doy vida a la agropecuaria y a los recursos naturales; pongo en vigencia el Pacto sobre Haití. Y así sucesivamente.
Y al final me enfoco en lo estrictamente fiscal: deshojo las exenciones, cierro ventanas a la evasión, y lo demás caerá por añadidura.
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La reforma pudiera resultar explosiva si no viniera precedida de señales muy claras de que los recursos se usarán de forma impecable y servirán para organizar mejor la sociedad, imponer el orden, la autoridad, y que cada instancia pública cumpla con sus obligaciones puntuales a satisfacción de todos.