Hace 63 años que un grupo de valientes encabezado por Antonio de la Maza y Juan Tomás Díaz ajusticiaron a Rafael Leónidas Trujillo Molina, el tirano que durante 31 años sojuzgó al pueblo dominicano convirtiendo nuestro país en un feudo particular donde todo giraba a su alrededor para satisfacer su vanidad y su ego inflado de poder.
Antes de que ocurriera ese evento a partir del cual nuestra historia tomó un giro diferente al que llevaba, entrando en mis diecisiete años de edad me tocó vivir la experiencia de conversar con Trujillo. Esa es la historia que ahora les cuento.
Yo estudiaba el tercer año del bachillerato en la escuela normal de mi pueblo natal, San José de Ocoa. Las clases las recibíamos en un viejo caserón alquilado en un área céntrica del pueblo. Regresábamos del recreo cuando una de las profesoras me avisó que querían verme en la oficina del director. Me revisé mentalmente y concluí en que no había hecho nada malo, así que descarté castigo por alguna inconducta.
Cuando entré a la dirección, mi sorpresa fue enorme al ver quién me recibía: el síndico (alcalde) del municipio, Mario Mignolio Pujols.
El señor alcalde, persona muy apreciada por la comunidad por su don de gentes y la caballerosidad propia de su carácter, me informó que me habían escogido para ir el domingo a Baní a solicitarle al “Benefactor” la construcción del edificio para el liceo donde estudiábamos.
No objeté a pesar de que ya para entonces tenía conciencia de la desgracia que era el régimen de Trujillo para los que como mi familia vivíamos del cultivo del café y frutos menores.
Le pregunté al síndico que debía hacer y me respondió que me escribiría unas palabras que debía aprender de memoria para decirlas a Trujillo en el momento en que estuviera frente a él. Además, me entregarían un uniforme de gala consistente en un pantalón azul marino, una camisa blanca, una chaqueta corta, blanca y un kepis. Nunca he entendido el sentido de esa vestimenta.
El día señalado, antes de las nueve de la mañana me dejaron en el lobby del Partido Dominicano de Baní, frente al parque municipal, con instrucciones de estar atento a que llamaran desde el segundo piso donde estaría el Jefe a la delegación estudiantil de Ocoa.
No me di cuenta cuándo ni cómo ingresó Trujillo a la segunda planta del edificio.
Me llamaron y subí la escalera y a pocos metros me encontré con el “Hombre” vestido de marrón claro con saco y chaleco. Zapatos del mismo color. Le acompañaban algunos de los que que tres semanas después lo ajusticiarían: Modesto Diaz y Miguel Angel Baez Diaz. También lo rodeaban dos maletines negros, abiertos, tipo los que usan los visitadores a médicos, repletos de papeletas de 500 pesos.
Trujillo inició el encuentro: “Dígame joven”, me dijo. Comencé a repetir lo que me había aprendido de memoria: ”Excelencia, la masa estudiantil de San José de Ocoa le…” Me interrumpió para preguntarme: “¿Esa masa tiene hueso?” ¡Me rompió el libreto! Respiré profundo y contesté: ”Jefe, esa es una masa pura de jóvenes estudiantes que le pedimos la construcción del liceo para seguir progresando bajo su mando”. El dictador soltó una carcajada. Sus acompañantes hicieron lo mismo.
Entonces Trujillo, luego de decirme, “muy bien, joven”, dispuso la construcción del liceo. Dos semanas después estaba muerto.
El liceo se construyó unos años más tarde.