Hoy no escribiré de política, aunque de lo que hablaré les gusta a los políticos. Tampoco de religión, aunque los religiosos también le dan duro a él. Menos de problemas con los motoristas o el tráfico, porque comerlo alegra uno de los malos ratos que esos dos nos causan. Y no le dedicaré tiempo a la diputada Pilarte, que de seguro debe ser fanática a tan preciado plato.
El tema hoy es el concón.
¿Hay algo más rico que el concón?
El concón no es una sobra, es más bien un manjar, una delicia. Esperar llegar el fondo del caldero, para ver si el concón se hizo, es una sensación parecida a recibir el sí después de declarar el amor, una suerte de alivio.
Raspar el caldero es todavía más excitante, escuchar el cucharón violentando el matrimonio entre el metal y el arroz, ver esa grasita que se posa en el fondo, es toda una delicia orgásmica…
El concón es tan caribeño como el plátano o la papaya… en Cuba es la “raspa” (allí pocos lo comen, pero eso es otro cuento), en Puerto Rico se le llama “pegao”…
Con el concón se comenten errores capitales, como no estar definido en el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua o como servirlo sin un caldo de habichuelas, garbanzos o de sancocho.
El concón sin habichuelas, de hecho, es como un jardín sin rosas, como una mujer sin labial rojo, como un cielo nublado, como un día de playa sin cerveza… Causa depresión y ganas de llorar quien se atreve a servirlo sin el caldo de ese guiso de granos rojos o negros.
El concón con habichuelas es mejor que el caviar, supera el salmón nórdico y hace lucir a la paella como una manifestación mediocre de la culinaria.
Los chinos, indios y japoneses comerán más arroz que nosotros, pero se pierden el concón, porque no tienen el gen de la fritanga de los caribeños.
Sí, soy un gordo orgulloso, comelón y amante del concón. ¡Qué viva el concón!, pero con habichuelas.
Y a ti, ¿cómo te gusta el concón?