Pasadas las elecciones, la desaparición de los antiguos traumas ha servido para articular un discurso social satisfecho. Desde el pasado domingo se repite en bucle que la cívica participación de los electores aumentó el músculo de nuestra democracia y nos colocó, casi, en el «top» de los países cuya conducta política es encomiable, máxime en un continente tan enrarecido.
No pretendo aguar la fiesta, pero me parece que el entusiasmo poselectoral con la democracia está impidiendo ver un bosque donde escasean las hadas y sobreabundan los lobos. No solo la abstención acecha al frágil sistema político dominicano. Otros resultados de los comicios deberían preocupar en lugar de dar motivos para memes.
Que un partido trujillista, cuyo candidato tiene el revelador apodo de «el Cobrador», obtuviera el 1.40 % de los votos, debe servir para algo más que la divertida comparación con el PRD de Miguel Vargas Maldonado. Este porcentaje no es episódico; refleja la inclinación por un régimen de fuerza de una parte de la población que el domingo la expresó sin las hipocresías de los que, desde otros ámbitos partidistas y sociales, se empeñan en guardar las formas liberales. Aun cuando es imposible tener certezas sobre la edad de estos votantes, no es irrazonable pensar no se encuentran solo entre los más viejos.
Escurrir el bulto contribuye con aumentar el riesgo. El proyecto abiertamente autoritario que hoy nos parece inocuo por el tamaño todavía pequeño de sus núcleos organizados puede crecer hasta convertirse en búmeran. Lo hemos visto en nuestra propia historia y en la continental, para no ir más allá.
Admitamos que hay otras explicaciones del fenómeno, que no es único en el inventario de los acechos. Hace poco coincidimos con otros en advertir sobre el progresivo desencanto de la población con la política y con la democracia, terreno fértil para el mesianismo autoritario. La casi nula tradición de reivindicar derechos y, por el contrario, el respaldo a restringirlos, la pasividad ciudadana ante abusos políticos y sociales ostensibles, la expansión de una religiosidad ultraconservadora, la agresiva presencia de grupos ultranacionalistas y la carencia de una masa crítica, son también factores que conjugados con la desafección política anuncian hoy –mañana pueden desatarla– una tormenta social perfecta.
Añadamos que la composición del futuro Congreso deja lugar a pocas dudas sobre lo que podemos esperar en términos de transformación de la cultura política. No tanto porque el partido de gobierno tendrá el control absoluto, no es la primera vez que ocurre, sino, y sobre todo, porque la visión social de esta mayoría es de una orfandad desoladora.
No juego a ser pitonisa si auguro que en lugar de sentirnos convocados a pensar en estas cuestiones, nos dedicaremos durante los próximos tres meses a conjeturar sobre quiénes se van, se quedan o llegan al gobierno. A recomendar pociones mágicas a los derrotados de las urnas. Y a seguir más allá haciendo como el avestruz.