La fascinación con el agua viene de lejos. Forma parte trascendente de mitos y leyendas que se pierden en la historia del hombre. Aparece como furor divino lo mismo en la China milenaria que en las civilizaciones de la Mesopotamia, Egipto, Grecia, Madagascar, México y, por supuesto, hebrea.
El llamado diluvio universal, respuesta de los dioses al alejamiento del hombre de las normas, varía de un pueblo a otro, pero siempre presente la dicotomía entre muerte y nuevo comienzo. Lo encontramos en el Avesta persa; Noé y su arca en la biblia; Deucalion en los escritos de Oviedo; Satyavrata en la India…
En el presente resulta más fácil encontrar razones para la ferocidad de las aguas y sus efectos devastadores. Culpable favorito es el cambio climático, pero también la pobreza que obliga a poblar rincones en riña con la física. Los deslizamientos de tierra en geografía urbana son un ejemplo.
La incultura agrega peligrosidad a las aguas. Tanta basura y desechos en aceras y patios taponan los desagües y provocan esas inundaciones que se ven en los barrios capitaleños.
De las aguas mansas nos libramos sin esfuerzos mayores, pero estas turbonadas son anuncios de tragedias y sufrimientos.
Hasta al desierto le ha tocado sufrir las inclemencias del tiempo, como se evidenció hace poco en el Golfo Pérsico. En Brasil se han producido inundaciones nunca antes vistas. Todo apunta a que estos episodios de desastres naturales serán cada vez más frecuentes.
Aparte de reconciliarnos con nuestro hábitat y adoptar con seriedad medidas conservacionistas, solo resta la previsión. Poner a resguardo a los más vulnerables cuando azotan estos aguaceros violentos, desmadres de ríos y anegamientos urbanos, es tarea posible. Y obligada.