Natural que los oficialistas anden entusiasmados con las perspectivas electorales. Todas las encuestas, incluyendo las de la oposición, colocan al candidato Luis Abinader como puntero. Porcentajes más, porcentajes menos, las proyecciones lo sitúan por encima del cincuenta por ciento; y las menos amistosas, entre un cuarenta y un cincuenta.
El entusiasmo debería apartarse de la necedad o arma que se esgrime para humillar. También en la lucha electoral vale el respeto mutuo. La euforia suele ser mala consejera y conviene recordarla en términos médicos: estado de bienestar intenso y de alegría desmesurada, que a menudo está desconectado de la realidad. En contextos clínicos, la euforia puede ser evaluada como un signo de alteración del estado mental e investigada para determinar su causa subyacente.
Hablar de una votación en la frontera del 80 % parece propio de la ficción. Son porcentajes posibles en Nicaragua, por ejemplo, en Cuba, Rusia, Corea del Norte, Bielorrusia y otros países donde la competencia electoral corresponde a la utopía. No es ese el caso de la República Dominicana, país democrático con una oposición política activa.
El optimismo es positivo, no así el exceso. Porque esos porcentajes rocambolescos pueden inducir a la pasividad. Si el juego está tan ganado, ¿a qué molestarse en votar? Muy posible que los perremeístas eufóricos se estén restando votos potenciales. Les encaja el refrán de que en boca cerrada no entran moscas.
Sigamos con la campaña electoral aburrida, desprovista del ingenio creativo de los publicistas de otras épocas; y dejemos que las urnas nos den las respuestas inequívocas el 19 de mayo. A la salud de la democracia conviene siempre el poder dividido. Por aquello de que el poder absoluto corrompe absolutamente.