Aunque absorbente, la cotidianidad suele ofrecer datos minúsculos que luego detonan reflexiones de mayor envergadura. La vida misma: quienes practican el surf (yo no) saben que no está mal no saber en qué metro cuadrado vas a quedar al final de la ola, porque todo lo que pasa entre el punto A (en este caso, mi afán por escribir) y el punto B (el hecho de la escritura) puede que también sea importante. O puede que no. El caso es que en esas andaba cuando me tocó abrir una puerta y encontrarme una silueta estática y dos ojazos que brillaban en la oscuridad. Era Catana, la gata de mi hermana.
Las cosas con Catana siempre han sido un poco a su manera. Pero lo que más llama mi atención es que se acuerda de mí asigún. Esta criatura, que tiene siete años y pico en la familia, hace rato que da señales de que su memoria se vuelve un tanto difusa cuando se encuentra conmigo sin esperarlo. Así que cuando abrí la puerta y la encontré tiesa frente al umbral, rápidamente caí en cuenta de que no me reconocía. Por eso, el lance romántico que tuvimos después en el sofá –y que me dejó forrado de pelos— generó en mí cierta curiosidad sobre cómo demonios funciona la memoria de los gatos.
Me puse a investigar un poco –sin mucho estrés— y di con un par de investigaciones recientes que sugieren que la memoria de los gatos, aunque les sirve para acordarse de sitios, personas y cosas, en parte también es episódica: es accidental, circunstancial, irregular. Hay momentos (los menos) en que, para los gatos, las cosas vienen y van a la vez, se les presentan de modo fragmentario, impreciso, intermitente, inconexo. Y hay momentos (que son más) en los que ven y reconocen todo. Curioso.
Episódica, digo. No sé por qué, pero a continuación pensé que probablemente no se trata de un mero dato de la naturaleza, sino también de un rasgo típico de la conciencia política de nuestro tiempo. Los más realistas dirán que se trata de un defecto congénito del razonamiento individual y colectivo que solo se acentúa en una democracia como la contemporánea. El caso es que, en realidad, hace tiempo que se despacha tema tras tema sin demasiado tiempo de por medio y sin mucha meditación seria. Hoy es común saltar de un punto a otro sin detenerse a pensar en los vínculos y conexiones entre las cosas, sin atender a las articulaciones y la textura de la realidad. De ello resulta una especie de trance cognitivo que nubla la capacidad de reflexión hasta llevarla a la alucinación, con la prisa (¿inducida?) de llegar a una conclusión o un argumento sin mayor vinculación que con lo inmediato.
En este marco, todo tiende a olvidarse muy rápido. La memoria individual y colectiva parece que se tensa y se destensa como un acordeón, que va y viene sin faro ni brújula, que anda confundida por no saber a qué prestar atención y a qué no, olvidando de paso un montón de cosas y entre ellas una verdad fundamental: que saber de qué prescindir es tan importante como saber a qué aferrarse. Pero una memoria en trance no está diseñada para derivar esta clase de conclusiones. Podrá apostar a configurar un diagnóstico inmediato sobre lo que se ve y se siente en el momento, pero poco más.
El impacto de este estado cognitivo varía en función del plano temporal y espacial en que se proyecte. Creo que, a estas alturas, resulta particularmente importante reflexionar sobre la influencia de este rasgo un tanto necio de nuestra memoria sobre la gestión de la cosa pública. Porque pinta que los procesos electorales que corresponden al año en curso nos encuentran en un estado de memoria dispersa que induce cierto frenesí episódico. En el peor de los casos, se pasan cosas por alto; en el mejor, nos preocupamos tanto por ocuparnos de todo que terminamos por no conectar realmente nada. De por medio, momentos de atención entre diligente e inestable. En todos estos escenarios, el archivo queda incompleto y eso amplifica las cargas y sesgos de nuestro juicio.
No es descartable que en la raíz de todo esto se sitúe un esquema de acción más o menos coordinado. Piénsese, por ejemplo, en las descargas maniáticas de información (que no ayudan, ni son espontáneas) o en los marcos mentales que acechan nuestro juicio y que hoy campan a sus anchas (que tampoco ayudan, ni caen del cielo). Si a ello se suma el vuelco identitario –provocado, al menos en parte— de la actividad partidaria, animado a su vez por los nuevos ritmos de la comunicación política, quedamos entonces abocados a un debate público hiperbolizado y anclado en una memoria individual y colectiva que pendula entre la inquietud, la intermitencia y la fragmentación. El problema con todo esto es que, en su versión más pura, nos priva de algo que poco a poco se ha ido convirtiendo en un lujo: atender a las cosas que en verdad pesan, las que en realidad trascienden, y a los vínculos e interacciones entre ellas.
Claramente, el escenario al que se apunta no es halagüeño. Con todo, tratar de vencer (en el mejor de los casos) o al menos identificar (cosa mucho más realista) esta dinámica dispersante sirve para disuadir algunas inyecciones perversas en las corrientes de fondo que caracterizan la cultura política e institucional que nos mueve. Porque, en ocasiones, es así –sutilmente— como se dan los grandes movimientos telúricos de la realpolitik de nuestro tiempo, esos que tienen el potencial de virar el tablero a un lado o al otro, los mismos que producen las transformaciones que luego se cantan o se lloran.
Para los gatos, la naturaleza parcialmente episódica de su memoria es un dato más de su código genético, inseparable de su constitución misma. En una sociedad plural, heterogénea y politizada, situada en un fuego cruzado hipermediatizado entre lo socio-político-identitario, se convierte en un defecto que produce fotografías imperfectas sobre la trascendentalidad de ciertos momentos y hechos políticos. Punto para los gatos: ellos, a diferencia de nosotros, al menos no tienen que salir a votar en ese estado.