Los nombres propios no tienen cabida en el diccionario. Solo los nombres comunes tienen asignada su pequeña habitación en la mansión de las palabras. Sin embargo, algunos nombres propios se cuelan en el diccionario gracias a las palabras a las que dieron vida.
Así sucede con los topónimos. Un topónimo es un nombre lugar; el origen de su significado radica en su etimología: al griego tópos ‘lugar’ se le añade el elemento compositivo -ónimos que, a su vez, procede del grieho -ónymos, que significa ‘nombre’.
Algunos de estos topónimos se ocultan, o se muestran, en la etimología de sustantivos comunes muy curiosos que usamos cotidianamente. Ya en la Eñe de la semana pasada recalamos en el atolón Bikini, en aguas del Pacífico. Hoy partimos rumbo al Mediterráneo, el Mare Nostrum de los romanos.
Aquí se repite la historia; del topónimo de una isla surge una hermosa palabra común.
En las costas del actual Egipto, frente a la antigua ciudad de Canopo, que nos resuena a Heródoto y Homero, y muy cerca de la fabulosa Alejandría y de su puerto marítimo, se encuentra la isla que los griegos conocían como Pháros, en español Faro.
Corría el siglo III a. C. cuando Ptolomeo I, general de Alejandro Magno y su sucesor en Egipto, mandó construir una gran torre que sirviera de aviso a los navegantes que se acercaran a las llanas costas egipcias.
Cien metros de altura y una hoguera en su parte más alta que, durante la noche, ardía para avisar a los navegantes de su posición lo convirtieron en una de las siete maravillas del mundo antiguo.
El paso del tiempo, varios terremotos y el reaprovechamiento de los bloques de piedra con los que estaba construido dieron en tierra con la extraordinaria torre.
Sin embargo, faro, un humilde sustantivo, nacido del topónimo isleño, pervive en español para referirse a esa ‘torre alta en las costas, con luz en su parte superior, para que durante la noche sirva de señal a los navegantes’, según la definición del Diccionario de la lengua española.
Y de las maravillas del mundo antiguo, a la sabrosura de la gastronomía. Otra isla mediterránea se oculta tras la deliciosa salsa mayonesa.
Si consultamos su nombre en el Diccionario académico encontraremos que es un galicismo, una palabra que hemos adaptado del francés mayonnaise, en el que ya se refería a la salsa elaborada con huevo y aceite.
El Tesoro de la lengua francesa apunta que detrás de esta denominación podría estar un homenaje a la toma de la ciudad de Mahón, en la isla española de Menorca.
Dejamos atrás el Mediterráneo, y, siguiendo nuestra ruta oceánica e isleña, nos adentramos en aguas del Atlántico hasta arribar a las Islas Bermudas.
Su clima tropical animó a los oficiales británicos allí destinados a modificar los pantalones de sus uniformes, que no estaban pensados para los rigores del trópico, ustedes ya me entienden.
El largo de las perneras subió desde el tobillo a la rodilla y así nacieron en inglés las Bermudas, palabra que se adoptó como préstamo en nuestra lengua.
Abandonamos el barco que nos ha traído a casa, después de una larga travesía, que comenzó en Bikini y nos llevó a Faro, Mahón y Bermudas. Traemos nuestro macuto cargado de pequeñas joyas que nos ha brindado el viaje.