No disponemos de una normativa, fundamentada sobre criterios éticos e históricos objetivos, que sirva como marco de referencia para seleccionar las personalidades, otrora notables, cuyos restos mortales merecen descansar en el panteón de los héroes nacionales.
Desde finales del siglo XIX las exaltaciones de preclaros dominicanos al mausoleo de nuestros héroes nacionales obedecieron a iniciativas de instituciones culturales que contaban con la anuencia del Ayuntamiento de Santo Domingo, del Congreso Nacional o del Poder Ejecutivo.
En el Panteón de la Patria se han producido exaltaciones, a lo largo del devenir republicano, que han concitado encendidos debates públicos, principalmente porque los críticos no favorecían la figura objeto de distinción o sencillamente porque tenían sus héroes preferidos.
Cuando se trata de reconocer los méritos patrióticos de un personaje específico, una vieja sentencia popular nos recuerda que en nuestro país “cada cual invoca al santo de su devoción”; significando que en cuanto se refiere a héroes las diferencias de criterios valorativos pueden estar supeditadas a intereses familiares o a perspectivas político-ideológicas situadas en litorales contrarios.
Para muestra basta un botón: en 1926, durante la administración del general Horacio Vásquez, alguien propuso que los restos del general Ulises Heureaux (Lilís) fuesen exhumados de la Catedral de Santiago y trasladados a la Capilla de los Inmortales.
Como era natural, la propuesta originó conmoción pública y opiniones de todo tipo.
En medio del debate el poeta Fabio Fiallo, en desacuerdo con lo que consideraba una propuesta descabellada, escribió: “es verdad que [en la Capilla de los Inmortales] ya han metido más de un pobre diablo”.
Y acaso para evitar que las pasiones políticas continuaran desbordándose, “desvistiendo un santo para vestir otro”, el autor de “En el atrio” proclamó que solo Duarte, Sánchez y Mella merecían descansar en el Panteón de la Patria.
En pleno siglo XXI todavía hay quienes tienen sus altares y santos particulares, abogan solo por sus héroes predilectos y proscriben de su exclusivo paraíso a todo el que no “califique” para figurar en sus hagiografías.
Hace algunos años que la Academia Dominicana de la Historia, cuando presidía su directiva el historiador Bernardo Vega, sometió al Congreso Nacional un anteproyecto de ley con el propósito de establecer una preceptiva que normara futuras inhumaciones en el Panteón de la Patria, pero tal iniciativa al parecer no tuvo acogida y fue desestimada.
Siempre habrá opiniones encontradas al momento de juzgar con equidad el papel de personalidades excepcionales en el proceso histórico nacional; sin embargo, si se procede con honestidad y justicia, no debe soslayarse el hecho de que, al margen de si un ciudadano notable fue liberal o conservador, lo esencial para tener en cuenta no es cuál fue su cosmovisión política e ideológica, sino más bien la magnitud de los servicios que prestó al país y su impacto sobre el destino del colectivo.
Porque, como sostiene un personaje de Yasmina Khadra en Los virtuosos: “Un héroe, aunque esté muerto, sigue siendo un héroe. [Y] en el preciso instante en que se entierra su cuerpo, su alma se apodera de las mentes para moldear las memorias y para inspirar a generaciones enteras”.