El significado y la trascendencia que la Semana Santa tiene para cada uno de nosotros cambian con las costumbres.
Estemos entre los que siguen el culto religioso cristiano, entre los que aprovechan para un recogimiento más laico o entre los que se desacatan en fiestas y saraos, algunas de nuestras palabras seguirán llevando en su ADN el contexto religioso que les dio vida.
La tradicional importancia de esta semana se nota incluso en la ortografía. Si los nombres de los días de la semana son sustantivos comunes y, por lo tanto, se escriben con minúscula inicial, los de la Semana Santa o Semana Mayor tienen nombre propio, al que le corresponde la inicial mayúscula: Domingo de Ramos, Martes Santo, Domingo de Resurrección.
El Jueves Santo culmina un periodo que conocemos como Cuaresma, cuyo origen está en el latín tardío quadragesima, el cuadragésimo día a partir del Miércoles de Ceniza, otra fecha con nombre propio.
Curiosamente, tanto cuadragésima como cuarentena, ambas con alusión a un periodo de cuarenta días, se usaban como sinónimos de Cuaresma, aunque hayan perdido vigencia.
La Cuaresma está relacionada tradicionalmente en nuestra cultura, seamos o no religiosos, con la reflexión y la penitencia.
El calvario o el viacrucis (también escrito vía crucis, etimológicamente ‘camino de la cruz’ ) representan para el rito cristiano un camino o trayecto con diversas estaciones, señaladas con cruces o altares, que se recorre simbólicamente en memoria del que anduvo Jesús hacia el monte Calvario.
Más allá de ese significado primigenio, en nuestra lengua tanto calvario como viacrucis han pasado al lenguaje coloquial para referirnos a una sucesión de adversidades y pesadumbres.
El Diccionario de la lengua española, que siempre nos guía en estos caminos de las palabras, nos cuenta que tiempo ha se usaba la voz calvario para designar esas deudas acumuladas, generalmente por haber comprado fiado, que se van apuntando con rayas y cruces.
De la cruz de la historia religiosa a las «pesadas» cruces de la libreta del colmadero.
Como en las grandes obras literarias, los villanos se hacen notar. Su condición de antihéroes los acerca a nosotros y los hace quizás un poco más humanos. También la tradición pascual tiene los suyos, y sus nombres han dejado estela en nuestra lengua.
Barrabás, el preso indultado en lugar de Jesús por el prefecto romano Poncio Pilato a petición de la multitud, ha prestado su nombre para denominar coloquialmente a la persona mala, desobediente o simplemente traviesa.
Cuando lo usamos en este sentido lo transformamos en nombre común, por lo que debemos escribirlo en minúscula.
También Poncio Pilato tiene su minuto de gloria lingüística; en su gesto de lavarse las manos como declinación de responsabilidad después de la condena a Jesús está el origen de nuestra expresión lavarse las manos con el sentido de desentenderse de algo que se considera inconveniente o de manifestar que se participa en ello con prevención y desagrado.
Y nos falta el villano por antonomasia, Judas Iscariote. Usamos su nombre como sustantivo común cuando nos referimos a un hombre alevoso y traidor, por alusión a la traición cometida por el apostol contra Jesús.
Caminos, héroes y antihéroes que, religiosos o no, forman parte de nuestra herencia cultural y eso, como siempre pasa en la lengua, deja huella indeleble en nuestras palabras.