Hace poco Julio César Castaños Guzmán puso en circulación la segunda edición de su libro “Filosofía del hombre burro”, narración fantástica y aleccionadora.
En mi adolescencia transité por aquel hermoso mundo rural de Moca donde se inicia la trama. Existía un trato cómplice entre el sapiens y el borrico. El jumento era dueño del suelo agrícola, callejones y calles.
En lugares como la pared del patio del Arca de Noé, negocio de mi abuelo paterno Eduardo García Díaz, se amarraban los animales con una cuerda que colgaba de una argolla, algo parecido en su función logística a los parqueos de las urbes de hoy, indispensables para que los clientes realicen sus transacciones.
Un día uno de los clientes amarró su burro, hizo su compra, la acotejó en las árganas y tomó rumbo de su fundo. El abuelo miró la acera. Se contrarió. Pidió a un amigo que le vigilase el negocio y raudo montó en su bicicleta. Pedaleó y encontró al sujeto. Le dijo: _ ¡Devuélvase que en mi negocio se le ha quedado algo! Al llegar le espetó: _ ¡Recoja ese paquete de excrementos que su montura dejó ahí en la acera!
Al oír tal mandato el burro paró las orejas, produjo tres potentes rebuznos y agachó la cabeza, en señal de aprobación. El dueño de la montura recogió aquel paquete sin quejarse. Entendió que el buen servicio va aparejado con la costumbre de la limpieza, algo que en nuestros días luce olvidado, como también lo está el hecho irrefutable de que la autoridad moral, cuando existe, para algo sirve y debe marcar la pauta.
En mi pueblo había un burro de ojitos vivarachos y cara bondadosa. Los cerraba y abría acompasados con el batir de las orejas. Cada día, temprano, traía la leche de la finca del Corozo. Mi abuela materna, Octavia Díaz Chicón (Tavita), lo esperaba con ansias para poder despachar las botellas de leche que se expendían. Era el escaso dinero que calmaba las estrecheces de una familia agobiada por el solo hecho de que Fenelón (Pichilín) Michel Vásquez, su esposo, era sobrino de Horacio Vásquez. Aquel ejemplar cumplía la misión de garantizar la sobrevivencia de gente acosada por la tiranía.
El jumento más sociable y encantador lo conocí en Constanza, propiedad de José Peralta Michel. Se llamaba Agustín. Ejercía de relacionador público. Prodigaba los rebuznos tan pronto el visitante lo llamara por su nombre, condicionado a que primero imitara un rebuzno. No puede decirse que jugara billar ni hiciera de árbitro, pero dentro de la rústica sala de juego contemplaba las jugadas que su dueño y amigos realizaban, casi sentado al lado de la mesa.
En una Semana Santa colocamos a Agustín en un puesto en una loma, en un rally a pie. La prueba consistía en hacerlo rebuznar. Yo ejercía de juez. Un amigo invitado era el ministro de Agricultura de la época. No supo reírse de sí mismo por temor de que le tomaran un video rebuznando como el burro. No pasó la prueba, pero conservó el cargo, lo cual celebramos porque fue un buen funcionario.
Dice Julio César Castaños que en la historia de la humanidad los burros han sido representación de la riqueza. Aduce que tal representación podría ser “más confiable como burro oro dominicano que como peso oro dominicano”. Este planteamiento puede contrariar a algunos economistas.
El burro se ha hecho escaso, ha aumentado de valor, mientras que el peso oro, desprovisto de su atadura al metal, vuela agachado, aunque airoso, siguiendo la estela de otras monedas principales que se emiten a conveniencia de sus estamentos y autoridades. Eso sí, sonaría muy raro que alguien pidiera en el colmado que le vendieran burro y medio de aceite.
Deja caer Julio César que “el heredero del homo sapiens, aunque no ramonee, podría pasarse años indeciso ante dos ideas mutuamente excluyentes (como el burro ante dos paquetes de hierbas), y aun podría sobrevenirle la muerte sin una decisión”. Es lo que ocurre en este país en que las cosas importantes se posponen para no experimentar consecuencias desfavorables en la expresión del voto, y después se olvidan.
La tesis filosófica del libro “es que las cosas pequeñas y simples de la vida tienen un gran poder redentor”. Aferrarnos a lo simple ayuda a mantener el alma limpia, a instaurar la humildad como guía de nuestros actos.
Nadie podrá devolverle a Julio César los burros de su adolescencia porque se los llevó el progreso, al tiempo que arrasó con las buenas costumbres de antaño. Pero su entereza es admirable cuando dice: “Descubro iluminado que también me quedan otros, que los encuentro al final del camino trotando firmes delante de mis afanes. Son los burros de mi fe… y van cargados de esperanza”.
Magnífica obra.
La tesis filosófica del libro “es que las cosas pequeñas y simples de la vida tienen un gran poder redentor”. Aferrarnos a lo simple ayuda a mantener el alma limpia, a instaurar la humildad como guía de nuestros actos.